No quiero


No, no quiero.

Puede que no sea el mejor lugar, o el mejor momento, pero tengo que escribirlo. Escribirlo para quemarlo, pero escribirlo al fin y al cabo. Gritarlo a quien pueda leerlo, dejarlo marcado dentro de mi, y que después desaparezca. Olvidarlo. Estar en paz. Parece simple… Y en realidad lo es. Ayer me di cuenta, ayer descubrí lo fácil que era, parado en una esquina, desde donde no veía más que lluvia cayendo en el banco donde hace dos semanas nos reencontrábamos. No te quiero. No me gustas. No me encantas. No serás tú nunca más. No será un “ o me destrozas o te destrozo”. Ya no tiene sentido. No me arrepiento de lo que hemos hecho, lo necesitaba. Lo necesitábamos, creo. Éramos una cuenta pendiente, y las cuentas pendientes se saldan. Y se olvidan. He quemado lo último que me quedaba de ti. No era mucho, lo admito, pero ya nos habíamos dado demasiado. Demasiado, no todo. Se me hace extraño escribirte esto, si lo hubiese hecho hace un año y medio la angustia no me dejaría seguir sosteniendo el bolígrafo, y seguramente estaría escribiendo en otro tono. Pero no. Estoy tranquilo, estoy pensando en cada palabra que pongo, en la siguiente, y estoy bien. Supongo que es difícil imaginarlo, nos conocemos bien.  Nos conocemos y te quise. Te quise mucho pese a no ser nada el uno para el otro, y nunca me había pasado. Pero te quise. Y te odié. Te odié de una manera que no puedes imaginarte. Pero ya no. Ya no te quiero. Ya no te odio.  Ya no nos necesitamos.


Del colega anónimo


Mascarada


Cierra los ojos, quítate la cara,
porque esas facciones duras y vibrantes
que palpas cuando las tocas con los dedos
no son las de tu rostro, sino las de otro.
Otro lienzo cuando lloras, cuando sonríes,
otro animal, pero nunca las de un hombre
que desobedece la ley de hombres otros,
que sigue a pasos lentos el camino de cemento,
que baja la mirada y tiene el control.
Abre los ojos, pero no te reflejes en el agua,
pierde tu vista en el crepúsculo de miradas,
de ceños fruncidos, de ojos tan abiertos
que ni a tientas ni a la luz podrían ver
la ausencia de movimientos, el hielo
de las expresiones de sus máscaras.

Por qué surca la mar otro Corto Maltés


A la musa aún se la puede ver con las venas
abiertas yaciendo mojada sobre las rocas
del puerto. Sus muñecas suicidas las mecen las olas,
le dan a la mar una explicación por que enrojecerse,
un motivo por que enfurecerse, un pretexto
de tormenta marcándola de muerte, tiñéndola
de pena. Es una caja vacía de vida,
pero llena de esencias para el hombre en el velero
que a lo lejos alcanza aún a atisbar la vista
de los ojos de ella salados y vacíos por dentro.
Pero las sombras de unos cuerpos en tierra
velan esa mirada perdida de musa suicida,
y lejos el horizonte vela al hombre y al barco
a la sombra de las nubes grises que llegan,
porque una musa ha muerto y las ha inspirado sangrando.

Otro Corto Maltés


Ese hombre que surca la mar al borde
de las olas y que oculta bajo el ala 
del sombrero los ojos encendiendo otro cigarro
se hunde en el océano de lo que va pensando, 
y lo lleva la marea de los ojos de ella velándose
de sombras proyectadas por cuerpos en tierra,
eclipsándose tal vez cuando mira el agua
de recuerdos, o disipándose como una gota 
de sangre caída de una vida marcada
de ceniza entre venas y mares abiertas.

Podría ser guerra


No sabes qué decir con las manos manchadas
de lluvia, cuando caminas por la avenida
y las miradas estallan contra tu piel como balas.
Te miras las manos, estás cansado, sudando,
la navaja se te desliza de entre los dedos,
y cuando te agachas para recogerla
te has derretido, no has tenido tiempo
de decir nada, de gritar que estabas muriendo,
sangrando, volviendo a abrir los ojos para ver
los otros ojos que parecen cañones escupiendo
guerra... otra vez... estás machado de guerra...
de lluvia. Pero tomas la cámara para volver a ver
a través del objetivo, pegas la cara a la mira
y tras la lente algo se dilata como tus pupilas.
Parece que han dejado de disparar
los locos de sonrisa y gatillo fáciles.
Y tomas la foto de lo único que queda:
el asfalto gris y los charcos que son espejos,
el agua estancada y los cadáveres.

A veces aún...


Escapo de las garras de un sonido,
me imbuyo en los susurros de cierta textura.
De aquellos paisajes no saco nada en claro,
es como si sólo pudiera ver las sombras
que se extienden por los rincones.
Y sigo corriendo, tratando de escapar,
pero en ningún lugar llego a perderme
como antes, porque una luna siniestra,
un sol desértico, me persiguen.
Los llevo bajo los párpados
y se clavan en todo lo que miro,
en el cielo, en la mar, en los rostros,
en el tuyo que llora sangres grises,
en el de ella que derrama oscuridades.
Me salpican a mí mismo cuando me reflejo
en un espejo, en las aguas, y siguen ahí
cuando rompo el cristal, cuando me lanzo
a sumergirme, pero es como si no me hundiera,
como si no fuera capaz de desaparecer.

La sombra de un loco


En la mar veo escamparse tus lágrimas
y en el cielo a lo alto brillan tus ojos,
luces de la noche, estrellas eclipsadas
por la huella que dejó en mí tu mirada,
tus ojos llorando, los míos rojos,
de rabia, de penumbra, de perderte.
Entre mis manos arena, tu rostro
la luna. ¿Soy yo quien la contempla
o no es sino mi sombra solamente?
La sombra que grita, la sombra de un loco,
la sombra que te recuerda, y pena,
la sombra del poeta, la sombra triste
ante la noche y la mar que se extinguen.

Amante insomne




 Á. despertó en un arrebato, y por un segundo pudo aún percibir el eco de los gritos que lo arrancaron de los sueños. “¿Acaso fueron aullidos?”, pensó. No lo recordaba, y dejó de darle vueltas cuando sintió el roce suave de los pechos de E. en su torso agitado. Ella estaba desnuda, él desnudo también, e inquieto, tenía calor. Un par de horas atrás hacían el amor, y luego filosofaban bajo los edredones. Cuanto hubiese dado Á. porque la imagen de ella cerrando esos ojos negros, poco antes que él mismo los suyos, fuese la última que contemplase aquella noche de finales de noviembre, en un apartamento de una cálida ciudad que aquel año no resistía al invierno. “No todo podía salirme bien”. Sonrió…
  Sin preocuparse demasiado de despertar a E., encendió la lamparilla tenue que había junto a la cama, y se desprendió del abrigo de las sábanas y de su amante. Salió de la habitación, orinó y se aclaró la cara con agua fría en el baño, comprobando que sus ojeras persistían en el reflejo que le devolvía un espejo empañado. Aunque tan joven, se reconocía arruga por arruga, recorriendo con la vista las cicatrices desperdigadas por aquí y por allá, una en una ceja, otra, un pájaro obsceno sobre su ceño fruncido… Nunca le resultó agradable reconocerse en sus veladas insomnes.
  De vuelta al cuarto, rebuscó entre la ropa amontonada en la silla del escritorio, cerca del lecho, tratando de dar con el paquete de tabaco que debiese estar en algún bolsillo de sus pantalones. No le molestó  tener que retirar las prendas de lencería de E., que un rato antes arrastraran sus dedos por una piel fogosa. Finalmente encontró lo que quería, y no sin cierto desánimo se percató de que solamente le quedaban cuatro cigarrillos arrugados. Sin más dilación prendió uno, y solo en aquel instante, todavía desnudo y sentado en la silla del escritorio, reparó su atención en E. Estaba destapada, tal como la había dejado, casi hecha un ovillo y de espaldas a él y a la luz, quieta pero despierta, y silenciosa. A Á. no se le ocurrió nada que decirle, de modo que se deleitó mirando su silueta de un blanco inalterable, sus pecas como manchas de tinta vanamente derramadas, y su melena larga y rubia, teñida del resplandor anaranjado espesado por el humo. Le sobrevino la armonía del momento. E. era preciosa, pensó que había merecido la pena la pesadilla que lo despertó en un arrebato, pensó incluso que quizá estuviese enamorándose. Sonrío, esta vez amarga y melancólicamente…
  Poco después, Á. había abierto la ventana para arrojar la colilla y para cerrarla de inmediato; tuvo la idea de tomar una fotografía de E., y de ninguna manera quería que el humo se despejase. Tomó la cámara de ella, y fijó los parámetros adecuados para congelar la instantánea como había proyectado. La tez pálida salpicada por la débil luz, el contorno de la cintura delgada, las ropas de cama erosionadas, y en contraste, detrás en la pared algo difuso, un póster en blanco y negro de Kurt Cobain, armado con una guitarra acústica y un pitillo, todo ello surcado por la nebulosa grisácea de las recientes caladas. Hallaba el enfoque perfecto para plasmar aquel cuerpo definido, E. rompió el silencio:
  - ¿Qué haces?
  - Estoy sacándote una foto.
  - Tú nunca duermes- susurró E. tras un breve callar-. ¿Qué soñabas?
  -No me acuerdo- respondió, y un click acompañó a la última nota de su voz reseca.
  Callaron. Á. consideró fumarse otro cigarro; pero no lo hizo, sólo le quedarían dos para la mañana siguiente. Se tumbó en la cama, y E. se dio la vuelta para aferrársele; lo sumió en la oscuridad de las dos noches de sus ojos, y lo besó.
  - ¿Qué soñabas?- jamás se cansaría de repetir aquella pregunta, siempre dolorosa.
  - Soñaba con lobos- dijo Á., resignado.
  E. cerró los ojos por última vez. Pasó un rato. De pronto excitado, Á. acarició sus contornos, juntó sus labios con los de ella.
  - Para- un suspiro casi inaudible, un aliento trémulo acaloró su mejilla.
  - ¿Por qué? No quiero parar.
  - Porque yo sí puedo dormir. Quiero dormir.
  Entonces Á. no fue capaz de sonreír. Tampoco cerró los ojos.

Primero de diciembre, año 2013