El hombre del gabán 4

De pie, la puerta a sus espaldas, el hombre del gabán observaba lleno de curiosidad.
El tiempo va cerrando el camino, hablas, comes, follas, sueñas, un poco de todo si tienes suerte, y al final mueres. Y sin embargo, el hombre del gabán se sentía único en su especie.
La curiosidad no venía de los demás, lo más interesante sucedía en su cabeza. En su cabeza una voz de mujer lo estaba aislando, cantaba algo oscuro y espiritual que lo envolvía. Y él se dejaba envolver. Lo arrebataba. Y él se dejaba arrebatar. Aquella voz era el punto de fuga en el cuadro de su vida, y, a veces, uno no puede sino dejarse arrastrar por las luces o las sombras que equilibran su existencia.
Así que cuando empezó a andar ya tenía un puño apretado dentro del gabán. Y seguía apretándolo mientras hablaba con la mujer solitaria junto a la cortina.
-…soy Violeta.
-¿Como la flor?
-Sí.
-Violeta, ¿me haría un favor?
-Bueno…sí, claro, dígame.
-¿Puede acompañarme?
-…sí, ¿dónde? –preguntó, inquieta.
-No se preocupe, no soy peligroso –esbozó una sonrisa convincente. –Solo quería decirle algo en privado, es importante.
-Pero cómo… ¿a mí?
Ahora estaba intrigada.
-Espere aquí un momento, he de comprobar una cosa.
El hombre del gabán se alejó de Violeta y ella, que era de natural débil y proclive a obedecer, encontró por fin un cometido en aquella fiesta: estarse quieta. Asumía felizmente las órdenes de aquel hombre misterioso.
Cuando lo perdió de vista pensó que era atractivo y soñó con un posible romance. Se dijo a sí misma que era una niña estúpida, siempre se enamoraba del primer hombre que le prestaba un poco de atención. Aun así, había algo raro: él le daba miedo. Y de nuevo se recordó lo estúpida y lo niña que era, con casi treinta primaveras los hombres seguían dándole miedo. Antes de que el hombre misterioso regresase, estaba dispuesta a acompañarlo hasta el fin del mundo si él se lo pedía. No iba a acobardarse, no en aquella ocasión.
Mientras tanto, él había abierto todas las puertas y había encontrado el lugar ideal. Llevó a Violeta con él.
El viejo trastero del señor Sebastián estaba lleno de cuerpos. En realidad no se llamaba Sebastián. En su Inglaterra natal se le conocía como Mr. Andrew Sebastian, pero veinte años afincado en Madrid eran suficientes para que el nombre derivase en otro menos grave y solemne, más cercano al gusto rotundo de la lengua castellana, y para que a él no le importase lo más mínimo el cambio.
En el fondo de la habitación había una ventana con una reja que vestía los cuerpos a rayas verticales y brunas. Las columnas de luz retrataban el polvo en su avanzada entropía, y ayudaban a intuir la extravagancia de los muñecos. Porque los cuerpos eran muñecos. Los pequeños eran de hojalata. Los grandes no se… de porcelana, de madera, no se… Todos tenían los ojos abiertos como margaritas de corazón negro, con grandes pestañas, y con los labios sellados y rojos, como si dentro guardasen palabras. Y también el lacre en las mejillas, como si dentro guardasen vergüenza.
Pero aquel simulacro de humanidad se veía solamente en los rostros, de suerte que el aspecto macabro de los muñecos lo causaba justamente el contraste entre las caras y las vencidas y exánimes extremidades, dotadas del peso inapelable de la muerte.
De pronto se hizo el silencio: más rico. El hombre del gabán cerró los ojos y trató de escuchar durante unos segundos, la cabeza enhiesta, la nota discordante.                                    

Cuando dejó la casa, echó un último vistazo al lugar en que antes estaba Violeta, junto a la cortina. El viento se sumó al vacío y al silencio, y acarició el fantasma de un nuevo muñeco.