Donde habite el recuerdo

Pasó su mano izquierda por la tapa y trató por un instante de arrancar un polvo ya integrado en el dibujo del cartón. Claro que esto lo hizo mecánicamente. Desde niño iniciaba con este gesto el ritual de apertura de un libro, como quien limpia la boca de su hijo con el pulgar humedecido, con la ternura exacta de quien espera grandes cosas de esos labios. Uno abre así un libro, entregado a la voz de otro, y si no lo hace así lo hace mal.
Buscó arrellanarse en el tercer escalón y su espalda pronto castigó el atrevimiento. “No estás para estos trotes, viejo”. Y fue dejar el mal de las lumbares para caer en un mal mayor. ¡La jodida nostalgia! ¿Y a quién le importan tus viejos sueños de idealista? A estas alturas no necesitaba que ningún libro echase sal en la herida. “Te lo repito, viejo, ya no estás para estos trotes”. De modo que aparcó a Cernuda y dejó las riendas a un lado. Como cada miércoles a las 12:00 abrió la bolsa del Mercadona, y vencido hacia delante, fue ordenando los libros en los escalones con la secreta diligencia de la senectud.
Algunos estudiantes echaban un rápido vistazo mientras subían la escalera, unos pocos se paraban y con suerte compraban algo de literatura hispanoamericana, aunque la mayoría daba la espalda al escaparate y al viejo que hablaba solo.
-No sé qué coño le pasa a esa profesora, tío, un puto seis, y que podía darme con un canto en los dientes… la muy…
-Olvídalo ya.
-Encima he de dar gracias…
-En serio, tío, olvídalo.
-Ya, ya… si a mí… pero es una putada
 -Lo de Ucrania es una putada, lo tuyo…
-¿Qué coño dices ahora?
“Próxima parada, Alameda”
Sus dedos recorrían la cubierta. Trataba de coger distancia –de darse importancia, en realidad– con el libro en las manos. Y pensando en el qué dirán, simulo que leía con tesón mientras trataba de leer, y claro… uno no puede estar en dos cosas a la vez. Si la mujer de enfrente no hubiese sido tan guapa… Y el inevitable juego de máscaras allá donde mirase. ¿Acaso esperas que te aplaudan? ¿Va a enamorarse de ti al descifrar en tus ojos de serenidad impostada la verdad de un gilipollas? “Toma mi número, chaval, me ha cautivado la forma en que pasas las páginas. Y ese desdén ensayado… te comería la…”
“Próxima parada, Facultats”
Bajó el joven algo molesto consigo mismo, porque con la tontería no había leído casi nada. Pero cuando salió por la boca de metro ya volvía a estar convencido de su suerte y de su persona.
Anduvo hasta la puerta de la facultad y se paró frente a los escalones.
-¿Qué lees joven?
Y mostrándole el libro, dijo:
-El Rojo y Negro, de Stendhal.
-¡Mira qué bien! Échale un ojo a los míos, a ver si te gusta alguno. Tengo aquí a Oneti, y a… Blasco Ibáñez. Yo también llevo pendiente. ¿Te gusta la poesía, joven? Joder, ya sé lo que te vas a llevar. Este, llévate este. Te estoy haciendo un favor, me lo vas a agradecer, llévatelo.
Y al final de su brazo extendido estaba la aproximación al quijote.
-¡Llévatelo!
-…
-Hazme caso, joven, ¡Llévatelo!
-¿Qué tendrá que ver lo de Ucrania ahora?
-Pues yo que sé tío, pero fíjate en el gitano de los libros.
-¡Llévatelo!
-Pobre hombre
-¿Con quién habla, no ve que está solo?
-Habrá visto un fantasma
-Sí, o a tu madre

-Hoy te la llevas puesta, Ángel, hoy te le llevas puesta.

Tres relatos del hombre del gabán (3)


“No somos una unidad, en un hombre viven multitud de yoes en conflicto”, acababa de leer el hombre del gabán. Y salió a la calle pensando precisamente en esta constelación de almas que nos habita y que nos lleva a uno u otro lado.
¡Cuánta razón! Se dijo, sin duda detrás de aquella frase se escondía un viejo lobo astuto.
¿Cuál, de entre todas esas luces, lo empujaba a vestirse de negro en cuerpo y espíritu, embajada de la muerte con aquel gabán impropio, por guadaña una navaja de tres al cuarto? Como para no señalar el acento español de la iconografía.
¿Y cuál, de entre todas sus caras, lograba situarse al frente, erigiéndose en rostro verdadero, con el instinto de procurar el silencio y trabajar sus tejidos, mejorar su espectro sonoro?
La vida le llevaba por estos derroteros marginales, un desequilibrado andaba suelto a la caza de esencias y ¿a quién le importaba? Bien podía haber sido explorador, marino mercante, contrabandista, conde o duque de Olivares, un sinvergüenza sin más, tantas cosas… ¿será que somos esclavos de nuestras circunstancias?
Meditando en estos términos, sin advertirlo, había cruzado ya cinco calles. Hasta que de nuevo se escuchó los pasos, el rítmico juego de presionar la tierra, y recordó porqué caminaba en aquella dirección a las dos y cuarto de la mañana, cuando debería estar en su cama, como todo buen hijo de vecino.
Otros andarían con prisa, temiendo de la austeridad de la noche las melodías aisladas y los ojos que acechan, pero el hombre del gabán andaba imperturbable. Nada, salvo las tribulaciones propias del hombre, enturbiaba su juicio. ¿A quién había de temer? Él no era el perseguido, sino el perseguidor. Y en los ruidos accidentales reconocía –sin el menor asomo de duda- una remota trifulca entre gatos, una juerga de bar del otro lado de la calle o un postigo mal cerrado.
El miedo, por lo general, surge cuando no se es capaz de explicar algo en términos de causa. De ahí que se asocie con la sombra o el silencio. Así pues, si uno es capaz de identificar la luz de la oscuridad y la música del silencio, no tiene nada que temer.


De repente recordó algo, y esto le hizo volver sobre sus pasos, su objetivo estaba más cerca. Hoy era jueves, ya estaría en casa. Deshizo el camino y entró en un patio de vecinos. El viento levantó las hojas y abrazó por unos segundos a la figura solitaria que, de pie y acompañado por aquel aliento frío, miraba fijamente la puerta 26 mientras ajustaba las solapas de su gabán.

Tres relatos del hombre del gabán (2)

El hombre del gabán observa a un gato pardo mientras este clava su pupila verde en su pupila.
-¿Qué es el silencio?- le pregunta.
A lo que el gato pardo no responde porque al fin y al cabo es un gato, y los gatos no hablan. Pero aquel, las manos en el bolsillo de su gabán, sigue interrogándolo.
-¿Podríamos definirlo como la ausencia de sonido, te parece?
-¡Miau!
-¿Es eso posible en este mundo?
El gato inclina la cabeza hacia un lado, quizás por aquello de que si no se entiende una cosa lo mejor es mirarla desde otro punto de vista.
-¿Te puedo llamar Don Fabrizio? Así llamo a todos los gatos. Es una larga historia.
-Pues bien – (pausa dramática)- Don Fabrizio, yo creo que no es posible. El silencio es un imposible, solo hay uno en vida y es el de la muerte. O, si lo prefieres, solo hay uno verdadero.
Al punto el gato pardo, más extrañado que de costumbre y llevado por la curiosidad –o sabe dios por qué- se decide a acompañar al hombre del gabán cuando este empieza a andar.
De momento solo es un camino de tierra a las afueras de Madrid. Pero al torcer a la izquierda, al final del camino divisan un muro tras el cual se esconde una iglesia y un pequeño bosque de pinos. Es de suponer que el gato apenas llega a ver el muro y tal vez alguna copa sobresaliente.
El gato pardo tiene andares de príncipe y la mirada del que añora el pasado. Desearía ser joven otra vez y que las gatas suspirasen a su paso, y sin embargo le cuesta poco estirarse en el suelo y alcanzar de un salto el muro. El hombre del gabán le sigue y, menos diestro en la acrobacia, trepa el muro con evidentes esfuerzos. La piedra es lisa y maciza y le lleva más de un intento lograr su objetivo. Una vez dentro, advierten que a unos doscientos metros, en la parte del muro que correspondería al oeste, hay un gran portón de hierro, abierto para más seña.
-¿Quizás no hubiese sido necesario saltar el muro, no te parece?
El gato pardo inclina de nuevo la cabeza, como diciendo: “a mi tanto me da”.
El edificio es pobre en general, de aspecto sólido y sillares bien dispuestos, pero nada lo distingue de un caserón desnudo de piedra y chato, si acaso una cruz en la frente. Entre los pinos serpentea un camino que va del portón a la puerta de entrada a la iglesia. De esta última puerta sale una monja. El hombre del gabán observa desde detrás de un tronco y trata de pasar desapercibido adoptando el espíritu estático y sempiterno de aquel árbol rollizo que, de poder, prevendría al pobre idiota sobre la resina.
La monja saca un cigarrillo de su hábito, lo enciende y chupa ávidamente de aquel cilindro desmedrado. Por unos segundos se deja envolver por el humo, después lo aparta con la mano y se aleja. Empieza a caminar sin rumbo. Cualquiera diría que se encuentra perdida en su propia casa.
Solo entonces el hombre del gabán, liberada su mano izquierda de la endiablada resina, se acerca a la monja. Como es natural, ella se sorprende ante esta aparición.
-Hermana, hablemos –le dice, mientras señala con el brazo un banco de piedra junto a una fuente muy hermosa, cubierta de musgo en la base.
De momento apaga el cigarrillo en el suelo y guarda la colilla en el bolsillo. Parece indecisa.
-Por favor, se lo ruego.
Lejos de amedrentarse, siente curiosidad por las intenciones del extraño sujeto que tiene ante sí, al que además acompaña un gato. Tal vez esto último la acaba de convencer. Accede. Juntos se dirigen al banco de piedra.
-Sor María ¿verdad?
La monja asiente.
-¡Vaya casualidad! Justo la estaba buscando a usted ¿no le parece una casualidad?
En su rostro se puede leer un interrogante, algo así como: “¿le conozco?”
-No se angustie, sé de su voto de silencio.
A medida que avanza el monólogo, Sor María se siente un poco más relajada, aunque todavía no entiende que es lo que quiere ese hombre de ella. Él continúa hablando y sin embargo ha dejado de escucharse. Su voz se vuelve más fría por momentos. El gato pardo se teme lo peor y busca refugio en la rama de un árbol cercano.
Sor María grita por primera vez en 32 años, un gemido seco y rígido que asoma por una gruta olvidada. Después se abandona a la muerte y tiñe el banco de sangre. “Como que ahora es más denso” piensa el hombre del gabán mientras extrae el cuchillo del cuello y seca su frente.

Desde su atalaya, el gato pardo observa como aquel se aleja de la escena de crimen. Se apresura a seguirlo.

Tres relatos del hombre del gabán (1)

El día en que lo iban a matar, el perro marrón despertó, como siempre, en Madrid, a eso de las 5.30 de la mañana.  No parecía presagiar nada malo –ni nada bueno-. Era un perro poco intuitivo. Andaba sosteniéndose en cuatro varas de hueso, balanceándose graciosamente con la lengua fuera cuando apretaba el paso. Comió de un cubo de basura lo que pudo y lo chupó todo, y tras el frugal banquete se tumbó a descansar, siguiendo la costumbre nacional. Tal vez estuvo pensando en cómo organizarse la tarde o en esas historias que se cuentan –pero que él no creía- sobre las siete vidas de un gato o el rabo perdido del perro de San Roque. O Quizás se preguntaba acerca del destino y esas cosas, ¿dónde irán a parar nuestros huesos? Aunque esta última suposición me parece casi tan descabellada como las anteriores. No debía estar pensando en nada, porque cuando vio asomarse a las puertas de su callejón a la perrita de Sara, una vecina del barrio, se abalanzó a olerle el culo, que es como hacen los perros para romper el hielo. Después se echó otra siestecilla, esta vez por vicio, y al despertar se encontró solo en el callejón. No se olió nada –parece ser- cuando escuchó como otro perro se desgañitaba en aullidos y arrancaba en una carrera al infinito. Tampoco sospechó cuando vio venir hacia él una figura desde las sombras que poco a poco tomaba la forma de un hombre, las manos en los bolsillos de un gabán. Lo que difícilmente se explica es que el perro marrón ni se inmutó cuando aquel hombre, ya frente a él, sacó del bolsillo izquierdo de su gabán una navaja –de Albacete, como poco, aunque bien podría hablarse de hierro toledano por el tamaño de la hoja- y se acercó con evidentes intenciones. Evidentes para el resto, pensaría el perro, porque para mí…. Claro que seguramente advirtió el peligro entonces, la bota de aquel hombre en su cuello lo asía al suelo y de su cuerpo horadado manaba la sangre que calaba la tierra. Imagino que el perro marrón echaba en falta un .38 Smith and Wesson del especial, con que ajustarle las cuentas a aquel hombre silencioso e impertinente.