Compañero del alma

Cuando mis abuelos murieron yo me quedé con la casa del pueblo. No estaba muy lejos de la ciudad, y yo me encontraba en uno de esos momentos en que la vida te pide calma, o eres tu quien pide tregua, no sé muy bien dónde acaba la vida y dónde tu persona ¿no son la misma cosa? El caso es que me dije: “anda, te hará bien la soledad, el aire puro… Tendrás tiempo de leer y de escribir”. Este último argumento me convenció.
Había un lugar en la casa que me gustaba especialmente. Por unas escaleras estrechas y altas (las hacen a mala leche), se accedía a una terraza. Precisamente la factura de esos escalones sumada a la grácil locomoción de mis abuelos, dio como resultado el abandono y la tristeza durante años, palabras que se tocan muy a menudo, como luna y gato, o como muerte y melancolía. Pero además de abandonado y triste, el lugar era el escenario de un viejo sueño. Yo había soñado con aquel lugar repetidas veces, y al verlo de nuevo no pude sino rendirme a la nostalgia y recordar, con los ojos empañados y una leve sonrisa, el decorado exiguo sobre el suelo rojo de ladrillo. La terraza era rectangular y alrededor solo había tejados, que enmarcaban un cielo enorme.
Hasta ahora no he dicho lo más importante. Lo más importante era una bañera de latón. En el sueño la bañera estaba en el centro de la terraza, pero en casa de mis abuelos ocupaba la esquina derecha, una auténtica insensatez, un disparate, se mire por donde se mire. Su único lugar era el centro, y a este la devolví lo más rápido que pude. Aquel pedazo de hierro amarillento, enfermo, como salido de una guerra, iba a ser el sancta sanctorum de la terraza, que era para mí un templo. Y si digo santo, es porque me traía algo de paz. Solo tumbado en la bañera sentía como, lentamente, iban aflojándose los nudos de mi cabeza. Poco a poco, pues no es nada fácil olvidar la mezquindad y el egoísmo humano. Además yo no tengo televisor.
Un día pensé: El sistema es como una gran boca que habla. Si quieres acercarte, boca a boca, hablar tú, ya puedes ser igual o mayor que él. De otra forma, si te apetece charlar y ve que eres pequeño, te tragará y fagocitará, y escupirá los restos. ¿Qué fue del PCE en la transición? ¿No fue acaso absorbido y reincorporado al sistema en forma de rosa? ¿Qué será del 15M? Impuso su voz por un tiempo, pero el sistema también sabe gritar y diluir todo en soluciones cosméticas. Otro día pensé: ¿Será Papito Grillo la versión latina de la conciencia? Y así, sumergido en profundas reflexiones, hice de la bañera un espacio intelectual, personal e intransferible.
Al menos eso pensaba, hasta que una tarde de mayo, recortada su figura contra el fuego del ocaso, apareció un gato desde el tejado lateral derecho. Con el tiempo, como siempre aparecía por el mismo sitio, lo bauticé como Alves. El primer día, Alves solo vino porque me estaba comiendo un bocata de sardinas en la bañera. Me hizo gracia verlo aparecer y le lancé una sardina que casi le da en la cabeza. Se asustó, luego volvió y se la comió. Y así comenzó nuestra amistad. Era todavía algo pequeño, y lo que más le apetecía era jugar. Creo que no tenía amigos de su raza, pero los niños son niños, la raza a esas edades importa menos. Lo único que quería era jugar, y yo le dejaba morder y arañar mis manos, mis pies, con tal de que me hiciese compañía. A veces venía y daba vueltas a la bañera, ronroneando. Cuando le rascaba la barriga se enroscaba, daba vueltas, como si le hiciese cosquillas. Le estaba cogiendo verdadero cariño al animal.
Un día lo encontré en el tejado con la cabeza mutilada. Uno de sus perfiles todavía daba alguna bocanada, casi en forma de espasmo, enseñando los colmillos. Había perdido mucha sangre, no había nada que hacer. Decidí dejarlo morir en paz y lo trasladé a la bañera. Pensé que estaría mejor allí, ya he dicho que para mí el lugar tenía algo de santo. A los diez minutos regresé. El cuerpo no respiraba pero estaba caliente todavía. Me fui y de nuevo regresé pasados diez minutos. Estaba exactamente igual. Empecé a llorar con la espalda apoyada en la bañera. Dejaba correr las lágrimas, como tratando de demostrar algo… Solo paré de llorar cuando Alves se puso rígido y frío. Le di sepultura allí mismo. Encontré tierra y cubrí el cuerpo hasta llenar la bañera. Me miré las manos: tenía sangre y tierra entre los dedos. Él solo quería jugar. Cerré los ojos, y soñé que todo eso no había pasado.
Desperté en la bañera con algo de sudor en la frente. Miré alrededor y me cercioré de que las sombras eran sombras. Entonces recordé aquella frase de T. S. Eliot: “El infierno es estar solo, las demás figuras en él son solo proyecciones”.



El viejo y el mal

El viejo se murió. Ella no lo vio, se lo contaron, le contaron que cayó de espaldas y lo encontraron muerto, lo que no tuvo nunca claro es si murió de pie o ya en el suelo, es importante el detalle, la poesía, ya se sabe.
El viejo murió siendo viejo, siendo viejo ya desde niño, ya desde adulto, desde padre, desde abuelo, desde siempre fue viejo. De viejos ideales, de viejos haceres, de viejos motivos, no de viejos modales ni morales, de eso el viejo no tenía. Bueno, quizás tenía pero muy bien escondidos detrás de la mugre.
El viejo que murió, muchos decían que era un santo, otros que era un monstruo, pero ella se inclinaba a pensar que solo era un pobre diablo, lo que no significaba que pensara que los pobres diablos se debieran librar de la excomunión. Ella no sabía si estaría llorando allá arriba o gritando allá abajo, lo que ella esperaba con todas sus fuerzas es que no se estuviera riendo en cualquier parte, no tenía ninguna gracia lo que había venido haciendo el viejo incluso una vez cerrado el ataúd.
Ella recordaba amargamente lo que se decía del abuelo, del viejo, en las zonas familiares donde ella se movía, que era un maltratador, que pegaba a la abuela, que pegaba a la madre, y a la vez recordaba al abuelo entrañable de su infancia que venía a recogerle en coche, a ella y a su hermana pequeña, para llevarlas a la escuela porque vivían lejos y recién estrenada la jubilación el viejo no tenía otra rutina que llegar a la casa donde las pequeñas vivían, comprar el pan para el almuerzo y cuando las pequeñas bajaban, darles a escondidas de los padres, que siempre supieron lo que el viejo se traía entre manos, una bolsa de chuches para el almuerzo y con ellas agasajaran de paso al resto de compañeros de clase. Y aunque nadie lo supiera, en ese gesto, en ese estúpido gesto el viejo les estaba enseñando a amar, su horrible forma de amar, comprar a la gente. Después de las chuches los tres se metían en el coche y se dedicaban a cantar canciones viejas como el viejo hasta la misma puerta del colegio. Ese era, casi exclusivamente el recuerdo que de niña tenía ella de su abuelo. Solo de refilón recordaba unas navidades en las que el viejo se presentó borracho, tratando de fingir que no se había emborrachado porque sabía el encuentro con su exmujer en la mesa navideña, esa mujer que lo había dejado por los  golpes y muy seguramente por un afán de recuperar la adolescencia perdida que realmente nunca dejó atrás.
Y ahora el viejo se ha muerto, y ella lo quería, pero su amor no soportaba la crueldad del viejo con la gente que lo quería, por eso mismo un día ella tomó la férrea determinación de no volver a ver al viejo, de asumir si era necesario el no verlo morir, el no estar a su lado en las últimas horas de su vida. Ella no era orgullosa ni engreída, ni cruel tan siquiera, ella tomó aquella decisión sabiendo que en cualquier momento podría deshacerla, que podría llamar a la puerta del viejo y que el viejo haría como si nada, no exigiría un perdón para él ni mucho menos él regalaría un perdón a nadie. Pero ella se equivocaba, y aún no sabía que le pillaría la muerte del viejo fuera del país. Ni las horas finales las pasaron juntos, ni siquiera las horas vacías y muertas, sobretodo muertas, del tanatorio una vez el viejo se hubo muerto. Ella no vivió nada de eso. Cuando volvió a casa ya la vida había acabado y solo quedaban las cenizas grises por repartir, en el más extravagante de los lugares, pues el viejo pidió que se derramaran sus restos en uno de los paseos más famosos de la ciudad, el lugar donde la mayor parte de su vida se dedicó a estar, vagando sin rumbo con su soledad merecida y demandada, sobretodo demandada.
Por esto mismo ella solo tenía el recuerdo del último día en que lo vio, el día en que sin motivo ni razón el viejo decidió quedarse una vez más solo y echó a la familia de casa, les dejó sin lugar para dormir, ni dinero para comer, ni cariño que regalar. Eran navidades y la familia huyó de aquel viejo cruel, de aquel viejo que solo quería estar solo porque no sabía querer a nadie, porque exigía amor a golpes, a golpe de brazo, a golpe de billetera, pero solo a golpes. Este fue el último día en que ella vio deliberadamente al viejo, lo volvió a ver, de lejos y en su paseo de todos los días por aquella calle de la ciudad. Dos días antes de la muerte del viejo ella lo vio, y poco después tomó el avión que la llevó lejos, a las montañas afiladas que le traerían la noticia de su muerte.
Al principio solo sintió rabia, y lo hizo culpable de todo, y seguramente lo era pero ella no estaba segura, ni siquiera necesitaba estarlo. Luego estuvo triste y sintió la tristeza y la soledad de estar sola con el vacío que había dejado el muerto, la tristeza fue lo más dulce de la muerte, porque a su regreso ya el muerto estaba enterrado y las luchas por su dinero no había hecho más que empezar.
Había quien peleaba por dinero, había quien peleaba por honor pero todos peleaban. En la batalla trataron de erigirse como vencedores los que se consideraban más nobles, se autodenominaban "familiares" del viejo, "los que de verdad lo querían", "los que estuvieron con él hasta el final", eso les llenaba de orgullo, eso les hinchaba el hígado hasta casi hacérselo explotar como a ocas para foie. "Los que estuvieron con él hasta el final..." pensaba ella, ni que hubiera sido Jesucristo y hubiese necesitado fieles que lo acompañaran en su pasión. Más bien necesitó a gente a la que engañar y mentir, y transformarse en la víctima de la expulsión familiar, actuar y maldecir a quienes le habían limpiado los calzoncillos como esclavos en su casa, esos esclavos que según el viejo le habían llegado a apuntar con una pistola, y le pegaban. Se dedicó a decir en sus últimos años por el vecindario que él era víctima de las constantes agresiones y amenazas que su familia le dirigía. Era evidente el deseo de justificar la expulsión, lo sorprendente es que hubo gente que consiguió creerle y maldecir a su vez a aquellos que sufrieron el no saber amar del viejo.
Ella misma fue objeto de críticas por parte de otros, diciendo que no tenía ningún derecho a heredar nada porque había dejado al viejo de lado, que le había dado igual que se muriera, incluso hubo muchos que se negaron a darle el pésame. La verdadera víctima del entierro no fue el viejo, fueron aquellos esclavos que consiguieron salvar su pellejo y ahora mendigaban algo para comer. Para comer. Necesitaban dientes, necesitaban ojos, necesitaban un techo, un suelo, un puto váter donde cagar. Necesitaban todo eso  que el abuelo les negó en vida y ahora las ocas trataban de arrebatarles en muerte. Ocas y esclavos peleando en un sin fin en el que los abogados llegaban traje con chanclas, muy profesionales desde arriba pero en cuanto les mirabas por abajo veías sus verdaderas intenciones, atrapar algo de dinero y darse un viaje a el Caribe a costa de todos ellos.

Ella miraba todo desde la barrera, la guerra aún no había terminado, ella sabía quién iba a ganar, sabía que afortunadamente no iban a ganar las ocas, sabía que tristemente y muy a su pesar no iban a ganar los esclavos. Todo el mundo peleaba por el número de la caja fuerte pues el viejo era tan rata que ni a los bancos quiso acercarse jamás. Ella sabía cuál era, él se lo contó exclusivamente cuando aún eran abuelo y nieta y fingían con fuerza que lo eran. Ella, mucho tiempo después de aquella confesión teclearía el código que el viejo se había empeñado en que fuera realmente difícil de recordar, que solo fuera posible abrir la caja a través de esa maldita confidencia que ahora significaba la muerte indigna de ocas y esclavos.  Ella se acercó esa noche a la caja fuerte, tecleó: 277444 44883355533 2 99992662446667774442 y lo último que se oyó decir en aquel lúgubre templo de desdichas en el que más tarde olería a gasolina ardiendo fue "Puto viejo, ya nunca tendrás que dejar de usar el antiguo teclado de tu teléfono móvil, espero que alguien mejor que yo, mejor que todos, decida si debes o no descansar en paz."

Los lobos son para los lobos (Aquí huele a zanahoria)

  
  Los gritos y las carcajadas de los dos oficiales apenas eran un eco lejano para los soldados borrachos, que se tambaleaban sobre las sillas cojas del desteñido bar Nikolayevich. El mayor Vyacheslaw tosió como un cerdo destripado al engullir otro vaso de la tercera botella de vodka de la noche, pero se recuperó enseguida dando golpetazos a la mesa mientras alcanzaba un puro arrugado y lo prendía con un elegante encendedor americano. Una sonrisa gorgoteante en un rostro sudoroso llegó tras disiparse la humareda al hombre frente a él, el teniente Petko Moròzov, que fumaba un cigarrillo y también bebía vodka. Escasas horas más tarde, los acongojados propietarios del Nikolayevich y algunos soldados ebrios y asustados relatarían los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en la taberna al viejo Volodia, un misterioso instrumento del gobierno que nadie podría haber asegurado si treinta años atrás era un prestigioso interrogador de la KGB o un torturador renegado para los vor v zakone.
  - ¡Aquí huele a zanahoria!- declararon que voceó el mayor justo antes de que un vaso cayera al suelo, y entonces Petko ya no sonrió más.
  - Tu madre es puta- replicó.
  Según parece, la siguiente en hablar fue la pistola Tokarev del teniente, aplastando con nueve gramos letales y veloces la nariz porcina del veterano Vyacheslaw. Antes de que unos cuantos soldados a los que el aullido metálico del arma y el gemido del mayor pillaron desprevenidos comenzaran a disparar en todas direcciones, lo que resultó en una docena de heridos y en muchos agujeros en las paredes del bar, Petko se las apañó para tumbar su mesa de una patada y escabullirse del caos, dejando atrás un cadáver uniformado y cristales rotos, en un charco de sangre y vodka. También tuvo tiempo de dejarse caer por el cuartel y llevarse medio millón de rublos. Ya empezaba a amanecer cuando, para alivio de los presentes, el temible Volodia se marchaba, pero antes un suboficial alcoholizado se atrevió a decirle que todo era un asunto de faldas, que sus dos superiores hablaban de una tal Anya o Klavdiya, pelirroja, antes de que se produjera el tiroteo. El viejo pensó en pegarle un tiro por decir dos nombres tan distintos, pero decidió marcharse simplemente, llevándose el paquete de cigarrillos franceses que el teniente había extraviado en su huida.
  No fue esta una huida prolongada. Poco después del mediodía Volodia y su chófer, un reptil joven llamado Boshko, ya lo habían rastreado. El teniente se encontraba recuperándose de la resaca en casa de un tío suyo, aún más viejo que Volodia, otro Moròzov veterano y condecorado, de historial empañado por algunas actitudes insubordinadas, herido y retirado cuando el Ejército Rojo todavía luchaba contra los alemanes. Su cuerpo se retorcía todavía sobre la silla de ruedas, ante la mirada curiosa de Boshko, mientras Volodia oprimía contra la suela de su zapato el último cigarro de Petko, tendido frente a él en pijama, las rodillas reventadas por dos disparos.
  - Hijo de puta- gruñó más con los ojos azules enrojecidos que con la boca ensangrentada, tratando de clavar su última mirada en el semblante de su cazador, al cual se interponía el cañón de una pistola Makarova. Hubo un destello y aquella cara, aquella expresión incandescente, se desinfló como un globo.
  Volodia le dijo a Boshko que cargara los quinientos mil rublos robados en el asiento de atrás, y el cadáver recién adquirido en el maletero, al tiempo que se guardaba la Tokarev que mató a Vyacheslaw en el bolsillo interior del abrigo. Condujeron poco más de doscientos kilómetros al noreste, en dirección contraria a donde quiera que Petko se dirigiese, parando tan solo a comprar tabaco. Volvía a ser de noche cuando aparcaron en una zona nevada y boscosa cercana a Novgorod. El más joven de los dos hombres arrastraba al teniente muerto con gesto de fastidio.
  - Llévalo por aquellos árboles y déjalo en cualquier parte- dijo Volodia encendiendo un cigarro.
  - ¡Menuda mierda! No sé por qué no podríamos haber dejado a este cabrón donde mató a Vyacheslaw, hay un cementerio para allí.
  - No para asesinos, los asesinos son por los lobos.
  - Venga ya Volodia- refunfuñó Boshko con media sonrisa-. Yo soy tan asesino como él, y tú todavía más.
  - A mí me enterrarán en el Novodévichi de San Petersburgo. A este borracho nadie le ordenó volarle la cabeza a su superior por enamorarse de una fulana pelirroja- concluyó el viejo, y escupió en dirección a lo que quedaba de Petko, aunque este ya estaba muy lejos.
  Cuando Boshko volvía sonriendo y sacudiéndose las manos, una precisión de francotirador partió en dos la columna del viejo Volodia, que blasfemando duras penas se arrastró para cubrirse junto a las puertas del coche, hacia donde ya reptaba su chófer. El disparo había venido de los árboles que tenían detrás, y rápidamente lo sucedieron otros que quebraron las ventanas traseras y picharon dos ruedas de aquel Volga GAZ-21, el que fue lo más similar a un ataúd para el teniente Petko.
  - ¡¿Qué coño ha sido eso?!
  - Coge el dinero del asiento de atrás y tíralo a la vista, a ver si ese nos deja en paz- el chófer obedeció ansiosamente.
  - ¿Ya está?
  - Asómate a ver- fue la última orden de Volodia. Segundos después lo que la cabeza de Boshko contenía se proyectó sobre la nieve.
  El viejo malherido se tomó un instante para masticarse la sangre, y entonces habló con la voz que le quedaba:
  - ¡Soldado de Primera Ivan Petkov Moròzov! ¡El hijo de puta desertor de un desertor hijo de puta! ¡Otro Moròzov de mierda! ¡Ven a por lo que has venido a buscar!
  - ¡He venido a por el cuerpo de mi padre!
  - ¡El cuerpo de un borracho putero de gatillo fácil! ¡Por eso has desertado! ¡Por eso te matarán! ¡Porque tu padre quiso ser un chuloputas!
  - ¡Cállate viejo! ¡Tira las armas y te dejaré morir tranquilo! ¡Con suerte te enterrarán en tu jodido cementerio sin mi cargador por toda la cara! ¡Te comerán los gusanos y no los lobos!
  - ¡Ven y haz lo que tengas que hacer!- vociferó Volodia lanzando su Makarova por encima del capó-. ¡De todas formas ya me has matado!
  - ¡La de tu compañero también!
  El hombre agachado junto al coche hizo lo que el hombre agachado entre la maleza le decía. Instantes después un joven de ojos azules iracundos que portaba un  fusil Dragunov pasó por su lado y le escupió sin detenerse. Caminó treinta metros frenéticamente, y se agachó junto al cadáver de su padre. Se lo llevó a los hombros con serenidad y volvió a caminar con lágrimas heladas en los ojos claros, mientras el asesino que había agonizando a veinte metros se llevaba angustiosamente el brazo al bolsillo interior de su abrigo ensangrentado. Cuando los dos estaban a diez metros, el Soldado de Primera y desertor  Ivan Petkov Moròzov cayó al suelo al no poder soportar más el peso del cadáver que cargaba, tras recibir nueve gramos en la garganta por parte de una pistola familiar. El que sostenía aquella Tokarev vio las miradas frías  y azules del padre y el hijo, uno encima del otro. Volvió a rebuscar en el interior de su abrigo, pero el tabaco flotaba en líquido rojo. Con todas las fuerzas que le restaban trató de alcanzar un cigarrillo de la chaqueta de su chofer, pero no fue capaz, no pudo moverse de cintura para abajo. Lanzó una maldición y disparó sus balas póstumas, las del teniente Petko, sobre los dos Moròzov muertos. Luego, el viejo Volodia sintió el frio calarle la herida y la vida. Cerró los ojos y esperó a los lobos.


Fragancias extintas (Aquí huele a zanahoria).

Évora reajustó con sumo cuidado el ambientador de pino del retrovisor, el cual oscilaba casi tan agitado como su propio corazón. Podría haberse pensado que durante el trayecto ambos habían acordado sincronizar sus dispares movimientos. Desgraciadamente, no servía para el corazón el mismo método que para el ambientador de pino; no podría por mucho que quisiese mermar su velocidad con la suave punta de sus dedos. Consternada tras varios intentos en vano, apagó el motor y se escurrió de su asiento al asfalto del párking. Y digo 'escurrió' porque apenas eran capaces de sostenerla sus trémulas piernas. Cerró torpemente el coche e hizo todo lo posible por incorporarse. Se estiró cuan larga era, alzó el pecho (algo sonrojado de haber probado a oprimirlo con las manos para ralentizar su pulso sin éxito), y se dirigió un poco menos descompuesta hacia el ascensor que la conduciría a su objetivo. Las metalizadas puertas del artefacto se retiraron hacia sendos lados revelando en su interior la presencia de la última persona que Évora deseaba encontrar en aquel instante. Intercambiaron miradas asesinas y compartieron un denso y sofocante silencio hasta que el elevador hubo llegado a su destino: la sección de perfumería de El Corte Inglés. Évora y su archienemiga indiscutible avanzaron a trompicones por las escurridizas y refulgentes baldosas del centro comercial, esquivando casi por inercia a los demás clientes, tan alienados como ellas, levitando más que andando, movidas por ningún otro sentido más que el del olfato. Una vez delante del puesto de perfumes más exclusivo de toda la planta no pudieron evitar corear al unísono, cautivadas: "¡Aquí huele a zanahoria!" Y, en efecto, así era. Desde que fue arrebatada del seno de la tierra la última hortaliza, alejada de su raíz la postrera fruta y desvanecido el grano de cereal definitivo los humanos no habían logrado volver a producir alimentos como aquellos. Lo mismo había ocurrido con algunas especies de peces y muchas otras razas iban también camino de la desaparición. Ninguna condición físico-química favorecía su conservación, nada en el planeta parecía tener las más mínima intención de colaborar en la pervivencia de sus criaturas. Que el universo se derramaba por el desagüe de la Creación era ya un hecho que a nadie conmovía. Los recursos naturales se agotaban, sí, pero todavía les quedaban sus fragancias. Évora y su adversaria, tras disputarse durante horas la potestad de una colonia de col que finalmente se quedó un señor con olor a puerro, tuvieron que conformarse con un par de frascos de extracto de pepino. Por los altavoces una voz artificial anunció que el centro cerraría sus puertas en escasos minutos. Cabizbajas y sigilosas volvieron a sus respectivos automóviles con la leve sospecha de estar respirando el gélido aroma de la muerte.

A LAS 5 O A LAS 6 (AQUÍ HUELE A ZANAHORIA)

Eran las 6 cuando la casa se llenó de todo ese olor. Samuel dice que eran las 5 y probablemente él tenga razón porque se conoce esta historia mejor que yo. Pero me acuerdo de mirar el reloj del salón, ¿sabes cuál te digo? el que es muy grande y que cuando entras a casa atrae toda tu atención. Bueno, pues lo miré y marcaban las 6. Me acuerdo perfectamente aunque Samuel siga diciendo que eran las 5. Recuerdo que cuando se acabaron las notas que marcaba la hora de ese reloj, el olor ya estaba por todas partes. Yo sabía que nos acabaría echando de allí pero nadie me escuchaba, estaban todos demasiado ocupados pensado en cómo sacarlo de la casa. Pero para eso ya era tarde. Sólo Samuel me miraba con cara de entender lo que estaba pasando, sus ojos me decían que teníamos que salir del salón como fuera, porque ahora nosotros éramos los intrusos, los que estábamos donde no teníamos que estar. Aunque eso tampoco tiene demasiado sentido ¿verdad?
La abuela no paraba de repetir que el olor venía de muy lejos, que había traído consigo lo malo porque olía a zanahorias, y que eso era algo horrible que se tenía que sacar de la casa. “Aquí huele a zanahorias” gritaba una y otra vez, sentada en el sofá y sin soltar ni un solo momento la copa de champán que siempre iba con ella. Mientras lo decía no paraba de mirar a Samuel, lo cierto es que todos los hacían. Recuerdo también que yo le grité a la abuela, le dije cosas terribles pero no me siento mal. No puedo sentirme mal porque era todo verdad. Samuel, en cambio, no dejaba de mirarme a mí pero yo no quería mirarlo a él. Me sentía capaz de controlar la situación hasta cierto punto y sabía que si lo miraba dos cosas podrían pasar, que supiera que íbamos a ganar o darme cuenta de que estábamos perdidos. Porque eso era lo que hacían los ojos de Samuel, ya os lo dirá él cuando le veáis, le encanta contarlo siempre. Sus ojos son ojos predictivos, todo lo que Samuel no enseña con los gestos es capaz de decirlo con la mirada y se cumple. Es un rasgo común de la familia porque nunca se ha hablado ni se ha sentido, por eso mi abuelo solía decir que el primer lugar donde se queda la pena es en la cara y, mirándome a mi, añadía: “como en tus ojos, niña”. Al final acabé mirándolo, claro, pero eso fue cuando el Otro ya se había quitado el cinturón y para ese momento Samuel ya no miraba a nadie, ya daba igual que oliera o no zanahorias aunque sí lo hiciera, porque lo hacía. Miraba el cinturón y sonreía de una forma extraña que no me gustaba nada. No era normal en él sonreír así, no era humano sonreír así, parecía peligroso, mucho más que el cinturón del Otro; y eso que el cinturón daba mucho miedo.
Yo quería hacer algo, de verdad, pero solo me salía gritar muy fuerte para que el Otro no levantara la mano con el cinturón, aunque eso no fuera a servir para nada. Mis piernas no se movían y yo sabía que era el olor, el olor que flotaba que no dejaba moverme, que quería que dejara solo a Samuel. Hubo un momento en que Ella se lanzó sobre el Otro para pararlo y Samuel y yo, que lo hemos hablado muchas veces, sabemos que lo hizo para intentar parar todo lo que había hecho durante mucho tiempo, pero el cinturón pesaba más y Ella acabó llevándose el primer golpe. La abuela se reía. Fue entonces cuando vi a Samuel venir hacia mi, aún con esa sonrisa, y cogerme del brazo. Recuerdo que el segundo golpe casi nos tumba pero Samuel aguantó bien. Las piernas me fallaron totalmente y me tuvo que coger en brazos, justo cuando el olor se hacía más fuerte. Tendríamos que preguntarle a él porque yo empecé a ver luces por todas partes y pensé que iba a desmayarme pero creo que seguí gritándole a la abuela que se callara. Samuel, Samuel es quién se sabe esta historia mejor que yo.
Al final salimos de la casa y nos metimos en su coche. La dejamos a Ella allí pero porque ninguno de los dos se atrevió a volver y lo cierto es que es algo que no me perdonaré nunca, aunque Ella no me culpe. Ahora era Samuel quien temblaba con las manos al volante y el Otro nos miraba desde la puerta de la casa con esos ojos que tenía él, de perro callejero y de cazador furtivo, ojos de color amarillo. Volví a gritar algo. Samuel me ha dicho en varias ocasiones que no paraba de decir que jamás volvería a probar las zanahorias y dice que se acuerda porque eso le hizo gracia; pero yo no recuerdo haber dicho eso. Samuel consiguió hacer toda la maniobra y salimos de allí. No hemos vuelto nunca, la verdad, porque es muy probable ya no estén, que ya no haya nadie. Tampoco queremos hacerlo porque, en el fondo, estamos seguros de que olor aún sigue ahí, esperando a que mi abuela lo eche de casa. 
 

Escritos al despertar contigo (Aquí huele a zanahoria).

«¡Y esta es mi contribución al Reto BETA de Poesía! Y tras oír esa frase, apagaste el ordenador. No sé exactamente por qué te malhumoró, pero se percibía. Te empezabas a dar cuenta de que Talía andaba siempre ocupadísima y no hacía caso de nada, Euterpe había sucumbido a los placeres y había dejado de lado totalmente su faceta productiva y Calíope… ¡Para qué hablar de ella! Las musas habían muerto, ahora las producciones artísticas no eran producto de la inspiración, sino retos.

-¿Reto Beta de Poesía? -te preguntabas-. ¿Es que ahora solo nos movemos por retos? Si nos retan bien, seremos grandes arte-sanos, pero si no nos retan, descanso, no hay arte.

Bien sabido era que siempre habías sido muy clásica y te molestaba que mezclasen el arte y las musas con los retos, “¡y lo único que queda de ellas es la letra beta! ¿Por qué Beta? ¿Eso es todo lo que se merecen?”. Yo me limitaba a mirarte, porque cualquiera se atreve a defender algo cuando estás recién levantada. En realidad, me gustaba escuchar lo que decías, porque en parte llevabas mucha razón.

-¡Como el otro día! ¡En el Consejo! Me contaron que un grupo de compañeros de allí se habían propuesto redactar unos artículos para un blog con una frase de estas normales que se le ocurren a un cualquiera todos los días… ¡Hasta cuando estás en el baño!

-¡Vaya, sí! ¡Qué tontería! -aporté yo, para que no pensaras que no te estaba escuchando.

-Tú no lo entiendes -concluiste tan tajante como siempre.

-Cariño, no sé como decirte que me gustaría tener algún día un despertar romántico junto a ti y no uno de divagaciones estéticas, que de esos ya tenemos muchos. Pero no lo digo a malas, ¿eh? -aclaré yo, siempre temeroso de que volvamos a discutir-. Tú siempre tienes razón en estos temas.

La verdad es que yo soy un estúpido ignorante, pero si no te discuto nada no es por eso, si yo tengo hasta opiniones, es porque tú eres el amor de mi vida y yo no sabría qué hacer en este mundo si tú no permanecieses a mi lado un solo instante, diseñando mi destino con cada latir profundo de tu corazón. Tú sí que eres mi musa, desde luego que lo eres.

-¡Aquí huele a zanahoria! -exclamaste para mi sobresalto con ese don tan tuyo de romper la magia del amor a la primera de cambio-. ¡Ya lo creo que huele a zanahoria! Esto está todo podrido, ni hay arte, ni hay artistas.

-Tampoco te pongas así, cielito mío.

La realidad es que me pone de los nervios que utilices esa expresión (pero yo te quiero mucho, ¿eh, mi amor?), porque me recuerda a cuando te conocí, que salías con aquel tipo feo de medicina. Cuando la medicina se mezcla con la filología resultan construcciones así de raras. Que algo huela a zanahoria tiene que ver un poco con etimología y otro con medicina. Parece ser que zanahoria proviene de aza-horia, que no significa otra cosa que ‘piel amarilla’ y cuando mi amada salía con aquel pseudomédico sin futuro aprendía cosas tan útiles como que cuando alguien tiene una enfermedad hepática se le pone la piel amarilla. Y a esta flor mía le gusta transpolar aquello que está podrido al ámbito de la medicina humana, de modo que cuando algo está podrido, lo más probable es que sea un problema de depuración interna, es decir, algún problema en el hígado.

-Es que tengo razón, todo el mundo lo sabe, el arte está podrido, ya no existe la creatividad. Ahora nos limitamos a aceptar retos: nos dicen una frase de terceros para incluirla en un texto, introducimos un narrador de esos extrañísimos en segunda persona… ¡Si hombre, y qué más!

-Yo ya sé que siempre tienes razón, mi corazón -intentaba consolarte-. Y perdóname esa rima, no pretendía…

-¡Y encima te burlas de mí! ¡Eres un cretino! -te enfadst rápidn¡eb-. ¿Queestas escriibuendo? ¡Damw rse pape… »

El hombre al que mató Sam Peckinpah (Aquí huele a zanahoria)

Cuando dijo aquello enmudecieron las voces histéricas del saloon. Un silencio espeso se instaló en todos los cuerpos y por solo movimiento quedó el baile desacompasado de las puertas batientes. También el sheriff mantenía la boca cerrada y rígida, y los ojos atentos. Y lo mismo “la bala”, que tensó los párpados, Joe, tras la barra, y “La jirafa”, el dueño de la cantina. Todos acariciaban con la punta de los dedos la culata del revólver, por si las moscas.
Quizás lo que nadie esperaba es que Carl se quedase sentado. Pero allí estaba, silente animal desarmado, por un segundo estático, por un segundo… Le pilló por sorpresa, claro, hacía mucho tiempo que nadie le levantaba la voz siquiera, desde aquel desgraciado incidente en que se me ocurrió preguntarle si Carl venía de carlota. Todos miraron su pelo de mierda y se rieron, y por lo visto aquello no le sentó bien y decidió enviarme al otro barrio con un bonito recuerdo entre ceja y ceja. Fui un pionero. De entonces a ahora han pasado por aquí otros tres con los mismos síntomas. Y eso que ellos ni siquiera se lo dijeron a la cara… En el pueblo el mote solo se escuchaba susurrado y en las esquinas.
Carl era un gran hijo de puta, literalmente. No había puerta que no lo obligara a doblarse para pasar, y su madre era una preciosa ramera, pelinaranja y robusta como él, aunque más dulce. Lo que no tenía la madre, y sí el hijo, era un Colt 45. Y esas armas, las Colt 45, esas las carga el diablo.
Recuerdo el día en que vinieron él y su madre en una diligencia. Owntown era entonces un lugar apacible, cualidad que escasea en el Oeste de pistoleros y maricones. “La bala” creo que también vino en aquella diligencia. Pero él era un caso opuesto al de Carl, nunca dijo una palabra más alta que la otra, se sentaba tranquilamente a hablar consigo mismo, saludaba con el sombrero, y a nadie molestaba. Desde el primer día, Carl se granjeó el odio y el miedo de sus vecinos por sus constantes peleas y amenazas de muerte. Era un niño atormentado, solo que muy grande, muy fuerte, y muy rápido con el revólver. Ponía nervioso al más sereno de los hombres. Y no lo digo por decir, una vez, haría un mes de su llegada, hizo sacar el revólver a “La bala”, que no se si lo he dicho, pero era un tipo de lo más tranquilo. Este, alzando la boca de su Dragoon, le dijo que solo tenía una bala, y que no iba a malgastarla con un mequetrefe como él, que la estaba reservando para alguien especial. Y por primera vez, ante los ojos grises de aquel, Carl se calmó y dejó las cosas como estaban. Desde entonces, como nadie sabía su nombre, se le bautizó entre ríos de whisky. Y de aquellas mieles en botella salió el sobrenombre de “La bala”, con el que se quedó definitivamente.
Pero regresemos al hombre de la puerta, no nos desviemos. Su nombre era Tom Doniphon y llevaba casi tres años buscando a Sam Peckinpah para matarlo. Apareció en Owntown al mediodía, con el sombrero ladeado, guardapolvo y botas. También traía un bigote encanecido y una escopeta de dos cañones, Milagros (así la llamaba), bajo el guardapolvo.
Encontró al borracho del pueblo sentado en el porche de la cantina, dormitando, y le preguntó sobre Sam Peckinpah. Aquel señaló la puerta del saloon, de donde venían las únicas voces del pueblo, y dijo, arrastrando las palabras:
-Pregunta por allí, están todos allí. Pero creo que te equivocas de pueblo, amigo, no hay nadie en Owntown con ese nombre.
Y la frase se le cayó de la boca al suelo, y la cabeza al pecho, y quedó abrazado por Morfeo. Al punto lo despertó su propio ronquido:
-¿Dónde vas, joven? He olvidado decirte lo más importante.
Y mientras Tom deshacía sus pasos, iba diciendo:
-No puedes entrar allí sin más. La gente desconfía de los extranjeros, y en este pueblo son de gatillo fácil. Mejor será que no les des la excusa, esconde bien la escopeta esa que llevas, y… bueno, hay algo que puedes decir si quieres que esa gente sea amable contigo, es casi una tradición por aquí. Solo has de entrar y decir “Aquí huele a zanahoria”. No falla, luego te verán con buenos ojos. Es una larga historia.
Tom no pudo evitar la carcajada.
-¿Lo dices en serio? ¿Aquí huele a zanahoria?
-Dilo todo lo serio que puedas. Con suerte Joe te invitará a un whisky en la barra.
-“No hay mal que por bien no venga”, decía mi madre. Ahora, como haga el gilipollas para nada, volveré y echaremos cuentas.
A la que Tom se iba, el viejo bellaco se sonrió por dentro. Vaya un viejo retorcido y malnacido. Quiso esperar pero de nuevo se durmió.
“Aquí huele a zanahoria”, dijo Tom, y unos segundos después una bala lo devolvía muerto al polvo de la calle. Carl estaba de pie con el Colt 45 en la mano, pero era un Dragoon y no un 45 el arma que humeaba.
-No os preocupéis, era un viejo conocido –aseguró “La bala”, haciendo un gesto con el sombrero.





LOVER US


Sí, mi amor, me meto el dedo en la boca, me meto el dedo en la boca después de haber tocado a tu perra, después de haber paseado por el campo con ella, después de haber acariciado árboles que incluso había desechado su olfato. He metido los dedos en el fango, he buscado escarabajos y luego me las he metido en la boca, las manos, nunca los escarabajos.
Cariño, me he metido los dedos hasta la garganta, cariño, te juro que me los he metido. Antes me había ido a nadar con las algas, y manoseado algunos peces muertos en la orilla. Me sangraban las manos, tenía heridas en las manos, cariño, me he cortado con las rocas y lo siento pero me las he chupado.
He comido tierra, y reconozco que esto no ha sido casualidad, tenía curiosidad por comprobar cómo sabe la madre, esperaba me pasara algo de su sapiciencia pero no surgió, si acaso con la lluvia...el día que llovió me chupé el pelo, las manos no absorben agua y como tenía sed salí a empaparme y a chuparme el pelo de lluvia que había conseguido, sabía como mis manos y una cosa llevó a la otra y acabé volviendo a ellas pero el pelo nunca más se me olvidó chuparlo.
Intenté aquello de chuparme los codos pero me parecía ridículo seguir luchando cuando tan a mano tenía las rodillas. Sí, mi amor, empecé a chuparme las rodillas. Extrañamente a lo que pensamos están calientes, también sentí que eran tremendamente firmes, como cuando te tumbas en el suelo y tienes la certeza de que de ahí ya no te puedes caer. Metí la cabeza entre las piernas y comencé a chuparmelas concienzudamente, en cierto sentido consolándolas por su sobrecarga.
Reconozco que también llegó el día en que empecé a chuparme los pies. Fue muy duro. Quería hacerlo pero la presión social ya sabes que es muy fuerte en estos temas, enseguida te tildan de lo que tú ya sabes...pero empecé a hacerlo de todas formas, a hacerlo bien. Me especialicé en chuparme entre el meñique y el anular. Era el mayor reto dentro de la gama de dedos del pié y me pareció una buena idea. Acabé siendo tan buena que quise mostrar mi agilidad y maestría en público y la gente salía despavorida, se sentían muy incómodos y lo entiendo pero eso no me quitaba mérito ni muchísimo menos placer. Ay...los tiempos en que empezaba a chuparme los pies...dulces inicios, qué bien sabía poder sentir entre mis dientes todo aquello que pudiera haber pisado, y no pongas cara de asco mientras escuchas todo esto, si caminas con cuidado y escoges aquello que decides aplastar es precioso sentirlo desde otro punto de vista más tarde, tú todavía vas con tus zapatos de suela y no te importa si pisas excrementos o animales muertos o animales vivos que acabas de matar, yo no, yo solo piso aquello que luego asumo meterme en la boca, es tan simple como extrapolar el refrán de las abuelas que dice "no toques la comida que no te vayas a comer" y llevárselo al terreno de los pies ¡es precioso! sabiduría popular, mi vida, sabiduría popular.
Mi amor, he llegado a chuparme la tripa y los pechos, están cerca así que pude con ambos proyectos de inmediato y conjuntamente. Tengo los pechos pequeños pero pese a eso pude perfectamente, un día podrás verme si quieres, no me molesta que me miren, ya te he dicho que traté de enseñárselo al mundo aunque este no quiso verlo. Y la tripa...es tan dulce...siempre pensamos que solo es tierna y adorable la tripa de los bebés pero no es cierto, las tripas siguen siendo preciosas cuando crecemos es solo que ya nos da vergüenza chuparnos la tripa mutuamente, está bien, pero por qué no hacerlo a uno mismo, a solas si se quiere, sin vergüenzas posibles.
Lo siento mi vida, esto se me ha ido de las manos...ay dios mío, me he chupado entera, no digo que me arrepienta pero me he llenado la boca de pelos, de tierra, de heridas...
Cariño acabo de recordar que aún no he conseguido chuparme la nuca, sé que es una empresa imposible pero sé que me encantaría, he soñado muchas veces con ello y creo que esta obsesión terminaría si me chuparas la nuca, no te lo pido por pedir, sabes tan bien como yo que no llego, por favor, mi amor, solo una vez, me duele el cuello de intentarlo y sé que si no lo consigo acabaré por intentar alguna postura insoportable para mi cuerpo y que acabaré mal, mi vida, mi amor, solo la nuca, una sola vez...por favor.
Está bien, acepto la derrota, acepto nuestra ruptura, acepto que me prefieres fuera de mí, desficiosa e iracunda. Muy bien, tú lo has querido. ¿Recuerdas cuando llegabas a casa y te recibía con tiernos saludos? ¿Cuando te despertaba suavemente rozando mis dedos por tus oídos? ¿Apoyando mis manos ingrávidas sobre tus mejillas? Olvídalo para siempre. Te pienso arañar la vida, las cortinas, el sofá, la cara si hace falta. Se acabó esa agilidad entre los jarrones de cristal que hacía que no derribara tampoco tu vajilla de porcelana. ¿Te pensabas que era tierno tenerme en casa? Vas a recordar el día que decidiste no chuparme la nuca, lo verás, ESTÚPIDO HUMANO.