Raquel, Lucía y las demás.


Raquel vivía en un mundo envuelto de fieras humanas, era casi como una selva. Tenía dieciséis años y comenzaba a darse cuenta de lo que en realidad era el mundo que de pequeña le parecía maravilloso: ahora ya no le resultaba tan bonito y brillante de fantasía. Ella siempre había sido una chica normal, sin ningún tipo de problemas más allá de lo habitual en las personas, y tampoco estaba triste; el mundo la preocupaba, pero tampoco la deprimía en exceso. Lo que realmente le importaba a Raquel era lo que a cualquiera con dieciséis años, cosas del día a día: ser feliz, salir de compras, salir con amigos, escuchar música, tener nuevas experiencias… No tenía penas de las que huir ni enfermedades mentales que la llevasen a consumir drogas, más bien solo el deseo de tener nuevas experiencias y por eso las probó. Tampoco abusaba de las drogas, tenía claro que no iba a consumirlas durante toda su vida y estaba lejos de considerarse adicta a ellas. Hay ciertas palabras que en cuanto las leemos o las oímos pensamos en lo peor y generamos una imagen mental que crea un contexto en torno a la persona de quien hablamos. ‘Droga’ es una de ellas, y, sin embargo, ‘alcohol’ no. El problema de las drogas socialmente reconocidas como tal es que no se pueden conseguir legalmente, tienes que recurrir a alguien que las pueda conseguir, un camello, y estos sí que suelen estar marginados, ya simplemente por estar al margen de la ley. Pero Raquel no era una drogadicta marginal como nos imaginamos a alguien ante la palabra ‘droga’, solo sentía curiosidad por algunas drogas suaves. A ella le solían pasar un poco de marihuana y hachís que consumía de vez en cuando, cuando salía de fiesta, pero se lo solían facilitar sus amigos, que lo conseguían transportar desde los camellos hasta Raquel de mano en mano.

Aquel día, una amiga suya le dijo que fuese ella misma a casa de los camellos que se la pasaban. Ella los conocía y pasaban droga de buena calidad para el precio que tenía. Cuando llamó al timbre le abrió la puerta uno de ellos, en la casa había tres, y le dijo que entrara, que era imprudente dársela en la mano en plena calle, a la vista de todo el mundo. Los chicos debían tener entre veinticinco y cuarenta años aproximadamente. Ya dentro de casa estuvieron charlando un rato sobre si le gustaba la que le habían estado pasando, y sí, le gustaba y se lo dijo.

-Entonces probá esta -le dijo el mediano de ellos mientras le ofrecía una pastilla.

Ella se negó al principio por no saber qué le estaban dando, pero acabó aceptando el ofrecimiento ante las insistencias de que no le iba a pasar nada y de que no era nada malo. Además, que ellos también se tomasen la pastilla le dio cierta confianza. Le gustó. Y ellos le ofrecieron más, no le iban a cobrar nada por esas pastillas. Si luego quería comprarles unas cuantas más, entonces ya lo pagaría.

La visita se estaba alargando más de lo previsto, pero no pasaba nada, Raquel tampoco tenía prisa aquel día y se sentía cómoda con aquellos chicos, lo estaban pasando bien. Entre risas el mayor de los chicos le pidió un beso. Ella, casi totalmente inhibida, se lo dio: primero en la mejilla, luego en la boca. Él le puso una mano en las tetas y ella se rio y la apartó bruscamente. “Era una broma”, pensó ella. Lo volvió a hacer y ella repitió el mismo movimiento. Luego, el joven le tocó el culo. Para ser una broma ya estaba bien, se estaba empezando a sentir incómoda con aquellos tocamientos. Así que le dieron una pastilla más y en unos minutos ya no se quejaba tanto, solo los miraba como pidiendo que parasen con aquel juego, pero ni siquiera lo decía. Pronto dejaron de tocarla por encima de la ropa y empezaron a meterle la mano por debajo del sujetador y por debajo del pantalón y las bragas. Estaban acosándola sexualmente y ella se daba cuenta, pero, por las pastillas, cada vez se encontraba peor y apenas tenía fuerza para decir algunas palabras inconexas entre sí. Ellos, por el contrario, cada vez lo estaban pasando mejor; estaba siendo fácil, apenas ofrecía resistencia. El mediano de los tres camellos era el que menos participaba, miraba desde uno de los dos sofás que había en el salón. Le quitaron la ropa, sí, la desnudaron y los tocamientos se extendieron por todo el cuerpo. Le cogían las tetas, las arañaban y se las apretaban con fuerza, jugaban lamiéndoselas y mordiéndole los pezones. Le hicieron algunos arañazos que ya empezaban a sangrar. Le fueron metiendo los dedos en la vagina, primero seca, a la fuerza, y luego cada vez más húmeda por la fricción. El mayor de los camellos la tiró al suelo y le dijo que se pusiera de rodillas, pero ella no lo hizo. En realidad, no solo no quería, sino que no tenía fuerzas para hacerlo. Él lo comprendió, así que le escupió, la levantó cogiéndola por el pelo y la sentó en el segundo sofá, dejándole la cabeza apoyada sobre el respaldo, se bajó los pantalones y metió su pene erecto en la boca de Raquel. El joven, que lo vio, decidió quitarse también los pantalones y meter su pene en la vagina de la chica de dieciséis años. Raquel tenía los ojos rojos y llorosos, le estaba doliendo todo lo que hacían con ella. Su dolor era tanto que no podía ni concentrarse en el punto del cuerpo que le dolía, porque le dolía todo. Los violadores, mientras tanto, la insultaban llamándole “cerda” y “puta” y le narraban con antelación todo lo que le iba a pasar unos instantes más tarde, casi a modo de instrucciones, la manera en que ella se iba a tener que comportar.

Raquel solo quería que aquello acabara ya. No quería saber nada de ellos tres, ni de la droga, se iba a encerrar en su habitación y no iba a salir nunca más. Cuando el mayor de ellos se cansó de meterle el pene en la boca, se ausentó unos minutos del salón en donde estaban, cuando volvió llevaba varias cosas en la mano: una cuchara, una barra metálica, un destornillador y alguna cosa más. Cuando el joven de ellos lo vio, sacó su pene de la vagina de Raquel y le mostró su satisfacción por la idea que intuía había tenido el de cuarenta años. Ella cerró las piernas, las apretó y se intentó hacer una bola para protegerse. Estaba recuperando la fuerza, así que le pidieron ayuda al mediano: dos le abrían las piernas y el otro le metió la barra de metal bruscamente por el ano. Ella gritó de dolor, abrió muchos los ojos y sacudió las extremidades intentando liberarse. Ellos se alertaron por si alguien la había escuchado y le hicieron ingerir una pastilla más, y ya llevaba unas cuantas. Volvió a perder las fuerzas, esta vez ya casi no podía abrir los ojos y sacaba espuma por la boca. Le metieron el destornillador y la cuchara en la vagina y la barra metálica de nuevo rectalmente. El juego consistía en ver cuál de los dos participantes, el mayor y el joven, metía los objetos más hacia el interior del cuerpo de la adolescente. En cuestión de segundos, chorros de sangre oscura salían de sus orificios. Tenía revuelto el estómago, por la boca expulsaba saliva, sangre y vómito, pero el dolor hizo que poco a poco Raquel comenzase a no sentir nada, comenzaba a desfallecer.

-Si se os muere, la cagasteis -dijo el mediano.
-¿Qué decís?
-¿Es que no le viste la cara? -respondió con cierta chulería-, ya ni tiene color y no deja de sacar sangre, mirá. Fijate en sus ojos.

Ambos la miraron y sí, el mediano tenía razón: Raquel había perdido el conocimiento. Decidieron llevarla a la bañera, lavarla y trasladarla al hospital, para que no muriese, alegando que había consumido excesiva droga, una sobredosis. Pero antes de ello, el joven de los violadores decidió eyacular en la cara de Raquel antes de bañarla, para no quedarse con las ganas. Habían reventado a la chica por dentro. Le habían roto los tejidos de las cavidades de su cuerpo. La bañaron y la vistieron, pero no dejó de perder sangre. En el hospital, los médicos no lograron reanimarla y murió. Pronto notaron que aquello era algo más que una sobredosis.

Esta adolescente de dieciséis años murió mientras unos hombres de selva la violaban salvajemente, unos hombres de selva que no se preocuparon por Raquel hasta que no vieron que se estaba muriendo y que ello les podría traer problemas. Esto no es literatura. No es arte rupturista y provocador. Esto no es un relato erótico, un relato de una violación, ni un cuento grotesco que trate de removerle las tripas al lector. No; por desgracia esto no es literatura, esto es la realidad, es una noticia real. Raquel no se llamaba Raquel, se llamaba Lucía Pérez, pero Raquel es Lucía, y Lucía es Silvia, y Silvia es Marilyn, y Marilyn, Vanesa Débora, y Vanesa Débora, Milagros, y Milagros es Andrea, es Marta, es Asunción, Carmen, María, Alejandra. Son una y la otra, y la otra; son todas. Pero cuando las cifras pasan de tres, no somos capaces de imaginarlo, pasan a ser solo números. Y nosotros solo les podemos regalar el recuerdo que nos queda de ellas, a veces para siempre, nuestra consideración, tal vez algún texto reivindicativo y nuestras manifestaciones para que esto acabe ya. Pero vivimos en un mundo que genera esto, medidas y sentencias insuficientes de los gobiernos y de los jueces contra la violencia de género, la industria del patético porno comercial y una sociedad enferma que lo consume, la contaminada cultura de masas que alienta estos comportamientos, las películas que vemos, las series y los programas de televisión, la prensa, los best sellers, la publicidad que normaliza el machismo, quizá la falta de reflexión de los habitantes de todo el mundo, quizá también la falta de educación ya desde pequeños en casa de nuestras familias. Lo que a Raquel, a Lucía y a las demás les pasó, y les pasa, no es solo lo que viene de las manos y cuerpos de sus maltratadores, sino de la sociedad de la que surgen, de la sociedad que los produce, una sociedad que de jóvenes nos dice “tranquilo, que el feminismo, como todos los radicalismos, se termina cuando uno crece y madura”. Pues yo no quiero crecer si es para perder sensibilidad, porque no somos capaces de sentir el maltrato hasta que no llega al estadio de violencia física, y quizá ni entonces, porque ante un número mayor que tres solamente somos capaces de leerlo, porque somos nosotros mismos los que lo toleramos, porque al lector no se le revuelven las tripas hasta que no aparece la palabra ‘vagina’ o ‘violación’. Y quizá yo cada vez sea más inmaduro, no lo sé, pero, sin duda, cada vez creo más en la necesidad de un feminismo, de una consciencia real sobre uno de los más grandes problemas de nuestro mundo selvático. No hay excusas, no vale que el machismo sexual sea biológico o que exista en muchas especies animales, no vale decir que las chicas van provocando, ni que uno cuando se enfada no controla sus actos, eso no justifica nada, lo único que hace es agravar el problema, normalizarlo. Y no vale decir que no hay tantos casos de violencia machista como para considerarlo un gran problema, porque aunque solo fuese una más, ¡una más! y ya serían demasiadas más. No existe la superioridad de género, es una ficción, pero es que si existiera, tampoco justificaría las agresiones. Y para los que son conscientes pero desplazan la responsabilidad a los maltratadores, a los políticos y a los jueces, tienen que saber que si pensamos que el cambio no depende de nosotros, nunca llegará. Los cambios empiezan en nosotros mismos, cambiamos nuestros comportamientos y contagiamos este comportamiento a los que nos rodean, a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros amigos, y la consciencia se contagia a todo el mundo. Creemos, pues, una cadena de comportamiento ejemplar que ponga fin a esto. No podemos permitir ni una sola víctima más. Somos humanos, no animales, y si algo nos distingue de todos ellos es la capacidad de ser inteligentes. Aprovechemos esa capacidad, reflexionemos sobre el mundo en que vivimos, sobre todo lo que leemos y oímos en las noticias, sobre lo que la sociedad quiere que nuestro cerebro engulla en forma de literatura, cine y televisión y cambiémoslo de una vez. Seamos capaces de sentir todo esto y castiguemos no solo al maltratador, también a los políticos y jueces que desplazan la responsabilidad. Una víctima más es una mujer menos, no lo normalicemos.

25 de noviembre,

Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.