MI FIERA PERSONAL.

Ana de Ulloa pensaba que Torrente Ballester no había sido lo suficientemente duro cuando habló de don Juan. Creía que los autores contemporáneos habían transformado a su demonio personal porque tenían una necesidad de perdonar sus propias faltas. Los autores del siglo XX habían humanizado a su fiera, le habían envejecido y le habían convertido en un hombre insatisfecho, infeliz y con eyaculación precoz. «He muerto como don Juan y lo seré eternamente. El lugar donde lo sea ¿qué más da? El infierno soy yo mismo». Ana estaba de acuerdo con la última parte de la frase, desde luego él era el infierno pero no porque sufriera, sino porque hacía sufrir. Había un ligero matiz entre aparecer como héroe desdentado o responder como villano, y don Juan no era un villano interesante. Al contrario de lo que los autores del XX querían creer, don Juan no buscaba la libertad, buscaba el catálogo. Ana lo sabía bien y durante un tiempo creyó que había sido culpa suya. Echó una rápida mirada hacia el asiento del acompañante y vio como Elvira miraba por la ventana. Le temblaban un poco las manos todavía y Ana se dio cuenta de que las suyas tamborileaban también sujetas al volante. Sonrió; de todas formas lo que habían hecho estaba bien, podía estar segura. Isabel adivinó sus pensamientos y no tardó en comentar:
-Estoy harta de no saber volar.
Sí, Ana de Ulloa estaba convencida de que Torrente Ballester había sido suave con el hombre que ahora se desangraba lentamente en el maletero del coche. Isabel continuó:
-Vais a tener que enseñarme.
Esto hizo que Elvira dejara de mirar por la ventana y contestara con un seco: «Yo tampoco sé». Se notaba que estaba enfadada, Elvira creía que debían haberlo matado en la habitación del hotel y que esta agonía era innecesaria y un tanto cruel. Ana no le había dicho todavía que Isabel y ella pensaban enterrarlo vivo. Las dos estaban seguras de que las reticencias de Elvira se debían a que creía en Dios, cosa que no la hacía más débil sino, quizá, más parecida a los autores del siglo XX. Ella creía que era mejor intentar dejarlo todo atrás. Ana solo se había quedado mirándola. Elvira había recordado las manos de don Juan presionando su cuello mientras la embestía con una furia que no sabía de dónde podía venir y había comprendido que aquello era imposible dejarlo atrás. Ana y ella habían llorado hasta dormirse juntas mientras la ira y la humillación pesaba como el olor a sudor de don Juan. Esa había sido la razón por la que Elvira se había subido al coche.
-¿Alguna mujer sabe?-la voz de Ana también temblaba.
-Oliverio Girondo cree que sí-contestó Isabel, animada.
-Oliverio Girondo no amó jamás.
Al fondo de la carretera las tres mujeres que iban en el coche empezaron a divisar el final del camino. Tisbea las esperaba ya con el agujero cavado. Había llegado la hora, Elvira respiró hondo. Ana aceleró y pronto estuvieron en medio de aquel descampado; allí era donde la mujeres iban a enterrar los cuerpos de los que se habían portado mal. La prensa lo había criticado duramente y había instado a los dirigentes políticos a que hicieran algo. Los programa de televisión se habían llenado de tertulianos indignados, era horrible pensar que todos los hombres allí enterrados habían sido brutalmente asesinados y nadie hiciera nada para impedirlo. Debería haber llovido pero no lo hizo, quienquiera que estuviera observando quería que la sangre de don Juan no se borrara del sitio.
Tisbea las saludó con un beso en los labios y entre las cuatro consiguieron sacar a don Juan del maletero. Estaba demasiado débil, así que no ofreció mucha resistencia. Solo murmuraba con los ojos muy abiertos: «tengo miedo de morir sin confesión», repetía una y otra vez. Lo echaron dentro del agujero y todas miraron a Elvira. Don Juan también lo hizo, alargó una mano sin fuerza y rozó los pies de ella; Elvira se fijó en sus dedos. Estaban sucios, llenos de pequeñas manchas de sangre seca y barro. Aquellas manos habían sido lo mejor de don Juan, habían apretado con ganas, asfixiado. Se habían introducido sin cuidado y habían roto, habían hecho sangrar. Ahora se habían quedado sin fuerzas, eran delgadas, finas y huesudas. Daban verdadero asco. Tocaban los pies de Elvira pidiendo ayuda, pero hacía tiempo que Dios había abandonado a don Juan. Ana cogió la mano de Elvira y le puso una pala; entre las cuatro llenaron el agujero.

Los gritos suaves de don Juan siguieron durante largo rato.

Al final dejó de oírse a la fiera.

Las cuatro mujeres se subieron al coche y dejaron el cementerio tras de sí. Ellas sabían lo que habían hecho y sabían lo que significaba. Pero su estómago, ahora, era un poco más libre. Sí, estaban seguras. Torrente Ballester también hubiera estado de acuerdo.