Á. despertó en un arrebato, y por un segundo
pudo aún percibir el eco de los gritos que lo arrancaron de los sueños. “¿Acaso
fueron aullidos?”, pensó. No lo recordaba, y dejó de darle vueltas cuando
sintió el roce suave de los pechos de E. en su torso agitado. Ella estaba
desnuda, él desnudo también, e inquieto, tenía calor. Un par de horas atrás
hacían el amor, y luego filosofaban bajo los edredones. Cuanto hubiese dado Á.
porque la imagen de ella cerrando esos ojos negros, poco antes que él mismo los suyos, fuese la última que contemplase aquella noche de finales de
noviembre, en un apartamento de una cálida ciudad que aquel año no resistía al
invierno. “No todo podía salirme bien”. Sonrió…
Sin preocuparse demasiado de despertar a E.,
encendió la lamparilla tenue que había junto a la cama, y se desprendió del
abrigo de las sábanas y de su amante. Salió de la habitación, orinó y se aclaró
la cara con agua fría en el baño, comprobando que sus ojeras persistían en el
reflejo que le devolvía un espejo empañado. Aunque tan joven, se reconocía
arruga por arruga, recorriendo con la vista las cicatrices desperdigadas por
aquí y por allá, una en una ceja, otra, un pájaro obsceno sobre su ceño
fruncido… Nunca le resultó agradable reconocerse en sus veladas insomnes.
De vuelta al cuarto, rebuscó entre la ropa
amontonada en la silla del escritorio, cerca del lecho, tratando de dar con el
paquete de tabaco que debiese estar en algún bolsillo de sus pantalones. No le
molestó tener que retirar las prendas de
lencería de E., que un rato antes arrastraran sus dedos por una piel fogosa.
Finalmente encontró lo que quería, y no sin cierto desánimo se percató de que
solamente le quedaban cuatro cigarrillos arrugados. Sin más dilación prendió
uno, y solo en aquel instante, todavía desnudo y sentado en la silla del
escritorio, reparó su atención en E. Estaba destapada, tal como la había
dejado, casi hecha un ovillo y de espaldas a él y a la luz, quieta pero
despierta, y silenciosa. A Á. no se le ocurrió nada que decirle, de modo que se
deleitó mirando su silueta de un blanco inalterable, sus pecas como manchas de
tinta vanamente derramadas, y su melena larga y rubia, teñida del resplandor
anaranjado espesado por el humo. Le sobrevino la armonía del momento. E. era
preciosa, pensó que había merecido la pena la pesadilla que lo despertó en un
arrebato, pensó incluso que quizá estuviese enamorándose. Sonrío, esta vez
amarga y melancólicamente…
Poco después, Á. había abierto la ventana
para arrojar la colilla y para cerrarla de inmediato; tuvo la idea de tomar una
fotografía de E., y de ninguna manera quería que el humo se despejase. Tomó la
cámara de ella, y fijó los parámetros adecuados para congelar la instantánea
como había proyectado. La tez pálida salpicada por la débil luz, el contorno de
la cintura delgada, las ropas de cama erosionadas, y en contraste, detrás en la
pared algo difuso, un póster en blanco y negro de Kurt Cobain, armado con una guitarra
acústica y un pitillo, todo ello surcado por la nebulosa grisácea de las recientes
caladas. Hallaba el enfoque perfecto para plasmar aquel cuerpo definido, E.
rompió el silencio:
- ¿Qué
haces?
- Estoy sacándote una foto.
- Tú nunca duermes- susurró E. tras un breve
callar-. ¿Qué soñabas?
-No me acuerdo- respondió, y un click acompañó a la última nota de su
voz reseca.
Callaron. Á. consideró fumarse otro cigarro;
pero no lo hizo, sólo le quedarían dos para la mañana siguiente. Se tumbó en la
cama, y E. se dio la vuelta para aferrársele; lo sumió en la oscuridad de las
dos noches de sus ojos, y lo besó.
- ¿Qué
soñabas?- jamás se cansaría de repetir aquella pregunta, siempre dolorosa.
- Soñaba con lobos- dijo Á., resignado.
E. cerró los ojos por última vez. Pasó un
rato. De pronto excitado, Á. acarició sus contornos, juntó sus labios con los
de ella.
- Para- un suspiro casi inaudible, un aliento
trémulo acaloró su mejilla.
- ¿Por qué? No quiero parar.
- Porque yo sí puedo dormir. Quiero dormir.
Entonces Á. no fue capaz de sonreír. Tampoco
cerró los ojos.
Primero de diciembre, año 2013
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