Hoy estuve sentado en el sofá
junto a la estufa de leña
durante varias horas,
tapado con la manta roja de lana gruesa,
celebrando mi navidad,
leyendo tranquilamente, pensando,
cuando, inesperadamente, vinieron dos personas
a visitarme.
Una después de la otra.
La una, un chico, no llamó a la puerta,
me contó que estaba solo,
que anoche sirvió dos copas de vino,
con una vela blanca en el centro de la mesa
y vestido para la ocasión
con el fin de no sentir la soledad,
pero de un trago se bebió las dos
antes de que muriese la vela,
y la soledad llegó.
No hubo regalos en esta.
Sentí lástima y quise invitarlo a quedarse,
pero estos días
son para estar cada uno con los suyos.
No le dije nada, se fue.
La otra sí llamó, se quedó más tiempo conmigo:
primero, para romper el hielo, me felicitó por la decoración del árbol;
luego, me trajo tantos recuerdos que muy pronto
sentí que ya no estaba allí.
Me contó dónde había estado todo el tiempo que estuvimos sin vernos.
Salimos a pasear,
me llevó a algunos de esos lugares
acompañados de los estallidos de la leña ardiendo.
Entre idas y venidas,
me llevó al pasado
y jugó con mi presente,
y, ya de vuelta, me dio un regalo,
me hizo darme cuenta
de que cada año, lo mismo,
de que todo
anda
igual.
Me dio un abrazo,
cogió mi mano y guiándome dibujó,
como si nada,
definiéndose, un garabato cíclico,
sobre un trozo de papel que trajo:
una postal.
Me dijo con voz cansada,
en bajo tono:
Hoy estuve sentado en el sofá...,
se despidió
y, de nuevo, me dejó solo.
En invierno de fronteras
Si miras los páramos que dejé atrás cuando me fui
verás caballos que se alzan de sus tumbas
y por falta de sol galopan a círculos de fuego.
Si es que tal vez no maté al invierno
con los ojos o el invierno me mató a mí,
y en alguna pared me he quedado, como agujero
de bala de alguna guerra que suena lejana
pero que se hiela en las mejillas y se acerca.
Si volví y el consuelo nos lo brinda la distancia
y la sal del mediterráneo, ¿qué hambre nos queda?
Si has visto los páramos y volviéndose a ellos
mi mirada, la mar quizá no apagó mis llamas,
y recuerdo que todo a mi alrededor se quema
si lo toco, se congela si me voy, pero nievo.
Nana
Duérmete
un momento a mi lado,
del
otro lado, que quiero veros
los
ojos abiertos hacia mí.
Y
darte un beso en el oído
que
lo escuche la carne
de
mi carne.
Que
tiemble el tímpano y revolotee
en
el agua, y ría como yo cuando lloro
con
el peso del océano.
Duérmete
que quiero veros
las
manos a punto de asirme,
persiguiendo
el rastro fantasmal
de
las mías.
Solo
así puedo veros, dormidas,
mientras
duermo, un pálpito amargo
en
los ojos, el ansia dilatada
por
la espera.
Duérmete,
duérmete, duerme
tu
cuerpo de niña y mujer
y
deja que vea tu rostro sereno
otra
vez.
AHORA QUE PUEDES
El tiempo, hoy, se ha reído
y en realidad tenia ganas de llorar.
Le ha venido de pronto, de frente,
sin preguntar.
Como un estornudo grosero e inapropiado
en medio de un mediocre funeral.
Necesitaba vomitar esto,
tu saliva me hace regurgitar,
te me clavas suavemente en el alma
como veneno dulce
pero igualmente letal.
Me estoy ahogando poco a poco
y el aire pasa cerca, en círculos, sin más,
no se queda, no me abraza,
no me dice "tranquila, todo pasará".
Al aire le importo una mierda,
con esa danza de aquí para allá,
me baila de cerca y no entra,
y no entra y se queda mirando como dejo de respirar,
como si fuera adrede,
como si quisiera,
quedarme morada, verde esmeralda, blanca ultramar,
el aire se ríe y el tiempo le aplaude
y mientras tú en otra esquina,
con otro aire, con quien sí contigo quiere bailar.
"Tiempo al tiempo" ruega mi cuerpo,
pero té y té al mismo tiempo,
si puedes inténtame atragantar, sí puedes.
Por eso corro a ahogarme en otro aire
a jugar en otro lago,
quizá en círculos,
quizá ni siquiera me aleje
y esté entre ese y ese, reptando
y que esa culebra me ahorque y me bese
pero igual te quiera para sí y ahora no,
de pies a cabeza,
con cascabeles y eternidades
con ese amor romántico que tanto odio,
que tanto me haces amar,
que tanto me besa la nuca y me la eriza
y hace que tiemble
y que tiemble ahora tu recuerdo
y que tiemblen las piernas cuando apareces
y que este llanto sea ilegítimo
y que repugne,
que no se entienda, que no se quiera, que se desprecie
que este terremoto se vaya y me deje,
aunque sea en el suelo, tirada, morreándome con otra serpiente.
MI FIERA PERSONAL.
Ana
de Ulloa pensaba que Torrente Ballester no había sido lo
suficientemente duro cuando habló de don Juan. Creía que los
autores contemporáneos habían transformado a su demonio personal
porque tenían una necesidad de perdonar sus propias faltas. Los
autores del siglo XX habían humanizado a su fiera, le habían
envejecido y le habían convertido en un hombre insatisfecho, infeliz
y con eyaculación precoz. «He
muerto como don Juan y lo seré eternamente. El lugar donde lo sea
¿qué más da? El infierno soy yo mismo».
Ana estaba de acuerdo con la última parte de la frase, desde luego
él era el infierno pero no porque sufriera, sino porque hacía
sufrir. Había un ligero matiz entre aparecer como héroe desdentado
o responder como villano, y don Juan no era un villano interesante.
Al contrario de lo que los autores del XX querían creer, don Juan no
buscaba la libertad, buscaba el catálogo. Ana lo sabía bien y
durante un tiempo creyó que había sido culpa suya. Echó una rápida
mirada hacia el asiento del acompañante y vio como Elvira miraba por
la ventana. Le temblaban un poco las manos todavía y Ana se dio
cuenta de que las suyas tamborileaban también sujetas al volante.
Sonrió; de todas formas lo que habían hecho estaba bien, podía
estar segura. Isabel adivinó sus pensamientos y no tardó en
comentar:
-Estoy
harta de no saber volar.
Sí,
Ana de Ulloa estaba convencida de que Torrente Ballester había sido
suave con el hombre que ahora se desangraba lentamente en el maletero
del coche. Isabel continuó:
-Vais
a tener que enseñarme.
Esto
hizo que Elvira dejara de mirar por la ventana y contestara con un
seco: «Yo tampoco sé».
Se notaba que estaba enfadada, Elvira creía que debían haberlo
matado en la habitación del hotel y que esta agonía era innecesaria
y un tanto cruel. Ana no le había dicho todavía que Isabel y ella
pensaban enterrarlo vivo. Las dos estaban seguras de que las
reticencias de Elvira se debían a que creía en Dios, cosa que no la
hacía más débil sino, quizá, más parecida a los autores del
siglo XX. Ella creía que era mejor intentar dejarlo todo atrás. Ana
solo se había quedado mirándola. Elvira había recordado las manos
de don Juan presionando su cuello mientras la embestía con una furia
que no sabía de dónde podía venir y había comprendido que aquello
era imposible dejarlo atrás. Ana y ella habían llorado hasta
dormirse juntas mientras la ira y la humillación pesaba como el olor
a sudor de don Juan. Esa había sido la razón por la que Elvira se
había subido al coche.
-¿Alguna
mujer sabe?-la voz de Ana también temblaba.
-Oliverio
Girondo cree que sí-contestó Isabel, animada.
-Oliverio
Girondo no amó jamás.
Al
fondo de la carretera las tres mujeres que iban en el coche empezaron
a divisar el final del camino. Tisbea las esperaba ya con el agujero
cavado. Había llegado la hora, Elvira respiró hondo. Ana aceleró y
pronto estuvieron en medio de aquel descampado; allí era donde la
mujeres iban a enterrar los cuerpos de los que se habían portado
mal. La prensa lo había criticado duramente y había instado a los
dirigentes políticos a que hicieran algo. Los programa de televisión
se habían llenado de tertulianos indignados, era horrible pensar que
todos los hombres allí enterrados habían sido brutalmente
asesinados y nadie hiciera nada para impedirlo. Debería haber
llovido pero no lo hizo, quienquiera que estuviera observando quería
que la sangre de don Juan no se borrara del sitio.
Tisbea
las saludó con un beso en los labios y entre las cuatro consiguieron
sacar a don Juan del maletero. Estaba demasiado débil, así que no
ofreció mucha resistencia. Solo murmuraba con los ojos muy abiertos:
«tengo miedo de morir sin
confesión», repetía una
y otra vez. Lo echaron dentro del agujero y todas miraron a Elvira.
Don Juan también lo hizo, alargó una mano sin fuerza y rozó los
pies de ella; Elvira se fijó en sus dedos. Estaban sucios, llenos de
pequeñas manchas de sangre seca y barro. Aquellas manos habían sido
lo mejor de don Juan, habían apretado con ganas, asfixiado. Se
habían introducido sin cuidado y habían roto, habían hecho
sangrar. Ahora se habían quedado sin fuerzas, eran delgadas, finas y
huesudas. Daban verdadero asco. Tocaban los pies de Elvira pidiendo
ayuda, pero hacía tiempo que Dios había abandonado a don Juan. Ana
cogió la mano de Elvira y le puso una pala; entre las cuatro
llenaron el agujero.
Los
gritos suaves de don Juan siguieron durante largo rato.
Al
final dejó de oírse a la fiera.
Las
cuatro mujeres se subieron al coche y dejaron el cementerio tras de
sí. Ellas sabían lo que habían hecho y sabían lo que significaba.
Pero su estómago, ahora, era un poco más libre. Sí, estaban
seguras. Torrente Ballester también hubiera estado de acuerdo.
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