De
pie, la puerta a sus espaldas, el hombre del gabán observaba lleno de
curiosidad.
El
tiempo va cerrando el camino, hablas, comes, follas, sueñas, un poco de todo si
tienes suerte, y al final mueres. Y sin embargo, el hombre del gabán se sentía
único en su especie.
La
curiosidad no venía de los demás, lo más interesante sucedía en su cabeza. En
su cabeza una voz de mujer lo estaba aislando, cantaba algo oscuro y espiritual
que lo envolvía. Y él se dejaba envolver. Lo arrebataba. Y él se dejaba
arrebatar. Aquella voz era el punto de fuga en el cuadro de su vida, y, a
veces, uno no puede sino dejarse arrastrar por las luces o las sombras que
equilibran su existencia.
Así
que cuando empezó a andar ya tenía un puño apretado dentro del gabán. Y seguía
apretándolo mientras hablaba con la mujer solitaria junto a la cortina.
-…soy
Violeta.
-¿Como
la flor?
-Sí.
-Violeta,
¿me haría un favor?
-Bueno…sí,
claro, dígame.
-¿Puede
acompañarme?
-…sí,
¿dónde? –preguntó, inquieta.
-No
se preocupe, no soy peligroso –esbozó una sonrisa convincente. –Solo quería
decirle algo en privado, es importante.
-Pero
cómo… ¿a mí?
Ahora
estaba intrigada.
-Espere
aquí un momento, he de comprobar una cosa.
El
hombre del gabán se alejó de Violeta y ella, que era de natural débil y
proclive a obedecer, encontró por fin un cometido en aquella fiesta: estarse
quieta. Asumía felizmente las órdenes de aquel hombre misterioso.
Cuando
lo perdió de vista pensó que era atractivo y soñó con un posible romance. Se
dijo a sí misma que era una niña estúpida, siempre se enamoraba del primer
hombre que le prestaba un poco de atención. Aun así, había algo raro: él le
daba miedo. Y de nuevo se recordó lo estúpida y lo niña que era, con casi
treinta primaveras los hombres seguían dándole miedo. Antes de que el hombre
misterioso regresase, estaba dispuesta a acompañarlo hasta el fin del mundo si
él se lo pedía. No iba a acobardarse, no en aquella ocasión.
Mientras
tanto, él había abierto todas las puertas y había encontrado el lugar ideal.
Llevó a Violeta con él.
El
viejo trastero del señor Sebastián estaba lleno de cuerpos. En realidad no se
llamaba Sebastián. En su Inglaterra natal se le conocía como Mr. Andrew
Sebastian, pero veinte años afincado en Madrid eran suficientes para que el
nombre derivase en otro menos grave y solemne, más cercano al gusto rotundo de
la lengua castellana, y para que a él no le importase lo más mínimo el cambio.
En
el fondo de la habitación había una ventana con una reja que vestía los
cuerpos a rayas verticales y brunas. Las columnas de luz retrataban el polvo en
su avanzada entropía, y ayudaban a intuir la extravagancia de los muñecos.
Porque los cuerpos eran muñecos. Los pequeños eran de hojalata. Los grandes no
se… de porcelana, de madera, no se… Todos tenían los ojos abiertos como
margaritas de corazón negro, con grandes pestañas, y con los labios sellados y
rojos, como si dentro guardasen palabras. Y también el lacre en las mejillas,
como si dentro guardasen vergüenza.
Pero
aquel simulacro de humanidad se veía solamente en los rostros, de suerte que el
aspecto macabro de los muñecos lo causaba justamente el contraste entre las
caras y las vencidas y exánimes extremidades, dotadas del peso inapelable de la
muerte.
De pronto se hizo el silencio: más rico. El hombre del
gabán cerró los ojos y trató de escuchar durante unos segundos, la cabeza enhiesta,
la nota discordante.
Cuando
dejó la casa, echó un último vistazo al lugar en que antes estaba Violeta,
junto a la cortina. El viento se sumó al vacío y al silencio, y acarició el
fantasma de un nuevo muñeco.
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