El
día que pusieron precio a las sonrisas, la boca me cerró en horizontal hasta
que tuve 3 monedas que gastar. Desde
entonces solo pude sonreír los domingos, el
único día en que al fin podía invertir en mí y comprar una sonrisa y un
libro. Esperaba sacarle provecho a este, porque el anterior fue una basura
y me estaba quedando atrás en el mercado de la cultura, en el de la
inteligencia y en el del sexo. La sonrisa, al menos, me mantenía en el mercado
de la imagen. Y este es uno de los importantes, ¿o no vemos a cada rato un
palillo arañando un pozo desierto y maloliente?, ¿no vemos como se lo pasean
por la boca, interpretando el empacho?
Partíamos
de cero y salíamos al gran supermercado de la vida cegados por los anuncios.
Cuando uno ajustaba los ojos a la luz, ya solo veía números, y hasta el más
tonto sabía que cuanto mayor es el número, mejor, y que el número grande tenía
prioridad sobre el número pequeño. Lo sabía hasta el más tonto. Además lo ponía
en un cartel, por si se te olvidaba.
Yo
competía casi por debajo de la tabla. Con miedo de bajar y la esperanza de
subir, mirando perplejo a los que lo compran todo. En este juego de comprar y
vender, donde todo se puede comprar y vender, el que no puede comprar ni vender
se vende a coste 0, que es su precio de mercado, y la culpa es suya por no
saber jugar. Así que de nada servía quejarme. Trabajaba, y con eso me pagaba la
casa y la comida, y los domingos, como ya sabéis, un libro y una sonrisa.
Viví
de este modo 45 años, y después de tanto trabajar me convertí en un producto
mediocre, marginal en los mercados de la inteligencia, del lujo, del
matrimonio, del sexo, de la salud… Estaban todos conectados. Además ya os he
dicho que competía en la parte baja de la tabla. Yo era un 3 cifras, un 3, muy
poquita cosa, y empezaba a pensar que lo sería hasta el día de mi muerte. Claro
que tampoco era cuestión de mandarlo todo al carajo y marcharme a vivir a una
montaña. No se crean que no lo pensé, allí viviría solo, completamente aislado,
casi como aquí, la verdad, pero libre. Aunque tampoco se puede ser muy libre si
se tiene hambre, y yo, que conozco la montaña lo que Murcia el agua, con toda
seguridad moriría torpemente, despeñado o de inanición, una de dos. Descartada
la montaña, quedé en un estado de escepticismo. Y de la
indiferencia viene la indolencia, que es desinterés, y este es, sin duda, el
peor estado del hombre. Me había convertido en el cliente neutro, en el que no
pregunta. Y lo cierto es que lo sigo siendo, al menos hasta hoy. Toda esta
reflexión, por cierto, no la hice entonces, es actual. En fin… cómo iba a
prever yo nada. Encerrarme en la apatía, ya digo, fue la salida que escogí, y
durante unos años dejé de comprarme la sonrisa y el libro los domingos.
Un
buen día advertí que el escepticismo me abría dos ventanas reales: el suicidio
o la resignación. Elegí la segunda porque no me atreví a matarme, lo admito.
Hoy, sin embargo, he cambiado de idea. Repito: he cambiado de idea, voy a
suicidarme.
Sé
que no van a llorar, eso ya lo sé, lo tengo calculado, soy un 3, muy poquita
cosa, aunque eso es irrelevante antes de saltar. Solo pido una cosa a quien
quiera escucharme: sonría cuando escuche mi último ruido contra el suelo, y
nunca pague por ello. Corre a mi cuenta.