El hombre del gabán
observa a un gato pardo mientras este clava su pupila verde en su pupila.
-¿Qué es el silencio?- le
pregunta.
A lo que el gato pardo no
responde porque al fin y al cabo es un gato, y los gatos no hablan. Pero aquel,
las manos en el bolsillo de su gabán, sigue interrogándolo.
-¿Podríamos definirlo
como la ausencia de sonido, te parece?
-¡Miau!
-¿Es eso posible en este
mundo?
El gato inclina la cabeza
hacia un lado, quizás por aquello de que si no se entiende una cosa lo mejor es
mirarla desde otro punto de vista.
-¿Te puedo llamar Don
Fabrizio? Así llamo a todos los gatos. Es una larga historia.
-Pues bien – (pausa
dramática)- Don Fabrizio, yo creo que no es posible. El silencio es un
imposible, solo hay uno en vida y es el de la muerte. O, si lo prefieres, solo
hay uno verdadero.
Al punto el gato pardo,
más extrañado que de costumbre y llevado por la curiosidad –o sabe dios por
qué- se decide a acompañar al hombre del gabán cuando este empieza a andar.
De momento solo es un
camino de tierra a las afueras de Madrid. Pero al torcer a la izquierda, al
final del camino divisan un muro tras el cual se esconde una iglesia y un
pequeño bosque de pinos. Es de suponer que el gato apenas llega a ver el muro y
tal vez alguna copa sobresaliente.
El gato pardo tiene
andares de príncipe y la mirada del que añora el pasado. Desearía ser joven
otra vez y que las gatas suspirasen a su paso, y sin embargo le cuesta poco estirarse
en el suelo y alcanzar de un salto el muro. El hombre del gabán le sigue y,
menos diestro en la acrobacia, trepa el muro con evidentes esfuerzos. La piedra
es lisa y maciza y le lleva más de un intento lograr su objetivo. Una vez
dentro, advierten que a unos doscientos metros, en la parte del muro que
correspondería al oeste, hay un gran portón de hierro, abierto para más seña.
-¿Quizás no hubiese sido
necesario saltar el muro, no te parece?
El gato pardo inclina de
nuevo la cabeza, como diciendo: “a mi tanto me da”.
El edificio es pobre en
general, de aspecto sólido y sillares bien dispuestos, pero nada lo distingue
de un caserón desnudo de piedra y chato, si acaso una cruz en la frente. Entre
los pinos serpentea un camino que va del portón a la puerta de entrada a la
iglesia. De esta última puerta sale una monja. El hombre del gabán observa
desde detrás de un tronco y trata de pasar desapercibido adoptando el espíritu
estático y sempiterno de aquel árbol rollizo que, de poder, prevendría al pobre
idiota sobre la resina.
La monja saca un
cigarrillo de su hábito, lo enciende y chupa ávidamente de aquel cilindro
desmedrado. Por unos segundos se deja envolver por el humo, después lo aparta
con la mano y se aleja. Empieza a caminar sin rumbo. Cualquiera diría que se
encuentra perdida en su propia casa.
Solo entonces el hombre
del gabán, liberada su mano izquierda de la endiablada resina, se acerca a la
monja. Como es natural, ella se sorprende ante esta aparición.
-Hermana, hablemos –le
dice, mientras señala con el brazo un banco de piedra junto a una fuente muy
hermosa, cubierta de musgo en la base.
De momento apaga el
cigarrillo en el suelo y guarda la colilla en el bolsillo. Parece indecisa.
-Por favor, se lo ruego.
Lejos de amedrentarse,
siente curiosidad por las intenciones del extraño sujeto que tiene ante sí, al
que además acompaña un gato. Tal vez esto último la acaba de convencer. Accede.
Juntos se dirigen al banco de piedra.
-Sor María ¿verdad?
La monja asiente.
-¡Vaya casualidad! Justo
la estaba buscando a usted ¿no le parece una casualidad?
En su rostro se puede
leer un interrogante, algo así como: “¿le conozco?”
-No se angustie, sé de su
voto de silencio.
A medida que avanza el
monólogo, Sor María se siente un poco más relajada, aunque todavía no entiende
que es lo que quiere ese hombre de ella. Él continúa hablando y sin embargo ha
dejado de escucharse. Su voz se vuelve más fría por momentos. El gato pardo se
teme lo peor y busca refugio en la rama de un árbol cercano.
Sor María grita por primera
vez en 32 años, un gemido seco y rígido que asoma por una gruta olvidada.
Después se abandona a la muerte y tiñe el banco de sangre. “Como que ahora es
más denso” piensa el hombre del gabán mientras extrae el cuchillo del cuello y
seca su frente.
Desde su atalaya, el gato
pardo observa como aquel se aleja de la escena de crimen. Se apresura a
seguirlo.
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