¡Cuánta razón! Se dijo, sin duda detrás de aquella
frase se escondía un viejo lobo astuto.
¿Cuál, de entre todas esas luces, lo empujaba a
vestirse de negro en cuerpo y espíritu, embajada de la muerte con
aquel gabán impropio, por guadaña una navaja de tres al cuarto? Como para no
señalar el acento español de la iconografía.
¿Y cuál, de entre todas sus caras, lograba situarse al
frente, erigiéndose en rostro verdadero, con el instinto de procurar el
silencio y trabajar sus tejidos, mejorar su espectro sonoro?
La vida le llevaba por estos derroteros marginales, un
desequilibrado andaba suelto a la caza de esencias y ¿a quién le importaba?
Bien podía haber sido explorador, marino mercante, contrabandista, conde o
duque de Olivares, un sinvergüenza sin más, tantas cosas… ¿será que somos
esclavos de nuestras circunstancias?
Meditando en estos términos, sin advertirlo, había
cruzado ya cinco calles. Hasta que de nuevo se escuchó los pasos, el rítmico
juego de presionar la tierra, y recordó porqué caminaba en aquella dirección a
las dos y cuarto de la mañana, cuando debería estar en su cama, como todo buen
hijo de vecino.
Otros andarían con prisa, temiendo de la austeridad de
la noche las melodías aisladas y los ojos que acechan, pero el hombre del gabán
andaba imperturbable. Nada, salvo las tribulaciones propias del hombre,
enturbiaba su juicio. ¿A quién había de temer? Él no era el perseguido, sino el
perseguidor. Y en los ruidos accidentales reconocía –sin el menor asomo de
duda- una remota trifulca entre gatos, una juerga de bar del otro lado de la
calle o un postigo mal cerrado.
El miedo, por lo general, surge cuando no se es capaz
de explicar algo en términos de causa. De ahí que se asocie con la sombra o el
silencio. Así pues, si uno es capaz de identificar la luz de la oscuridad y la
música del silencio, no tiene nada que temer.
De repente recordó algo, y esto le hizo volver sobre
sus pasos, su objetivo estaba más cerca. Hoy era jueves, ya estaría en casa.
Deshizo el camino y entró en un patio de vecinos. El viento levantó las hojas y
abrazó por unos segundos a la figura solitaria que, de pie y acompañado por
aquel aliento frío, miraba fijamente la puerta 26 mientras ajustaba las solapas de su gabán.
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