Eran
las 6 cuando la casa se llenó de todo ese olor. Samuel dice que eran
las 5 y probablemente él tenga razón porque se conoce esta historia
mejor que yo. Pero me acuerdo de mirar el reloj del salón, ¿sabes
cuál te digo?
el que es muy grande y que cuando entras a casa atrae toda tu
atención. Bueno,
pues
lo miré y marcaban las 6. Me acuerdo perfectamente aunque Samuel
siga
diciendo que eran las 5. Recuerdo que cuando se acabaron
las notas
que marcaba
la hora de ese
reloj, el olor ya estaba por todas partes. Yo sabía que nos acabaría
echando de allí pero nadie me escuchaba, estaban todos demasiado
ocupados pensado en cómo sacarlo de la casa. Pero para eso ya era tarde. Sólo
Samuel me miraba con cara de entender lo que estaba pasando, sus ojos
me decían que teníamos que salir del salón como fuera, porque
ahora nosotros éramos los intrusos, los
que estábamos donde no teníamos que estar.
Aunque eso tampoco tiene demasiado sentido ¿verdad?
La
abuela no paraba de repetir que el olor venía de muy lejos, que
había traído consigo lo malo porque olía
a zanahorias, y que eso era algo horrible
que se tenía que sacar de la casa. “Aquí
huele a zanahorias” gritaba una y otra vez, sentada en el sofá y
sin soltar ni un solo momento la copa de champán que siempre iba con
ella.
Mientras
lo decía no paraba de mirar a Samuel, lo cierto es que todos los
hacían. Recuerdo también que yo le grité a la abuela, le dije
cosas terribles pero no me siento mal. No puedo sentirme mal porque
era todo verdad. Samuel, en cambio, no dejaba de mirarme a mí pero yo no quería
mirarlo a él. Me sentía capaz de controlar la situación hasta cierto punto y sabía que si lo
miraba dos cosas podrían pasar, que supiera que íbamos a ganar o
darme cuenta de que estábamos perdidos. Porque eso era lo que hacían
los ojos de Samuel, ya os lo dirá él cuando le veáis, le encanta
contarlo siempre. Sus ojos son ojos predictivos, todo lo que Samuel
no enseña con los gestos es capaz de decirlo con la mirada y se
cumple. Es un rasgo común de la familia porque nunca
se ha
hablado
ni se
ha
sentido,
por eso mi abuelo solía decir que el primer lugar donde se queda la
pena es en la cara y, mirándome a mi, añadía: “como en tus ojos,
niña”.
Al final acabé mirándolo, claro, pero eso fue cuando el Otro
ya se había quitado el cinturón y para ese momento Samuel ya no
miraba a nadie, ya daba igual que oliera o no zanahorias aunque sí
lo hiciera, porque lo hacía. Miraba el cinturón
y sonreía de
una forma extraña
que no me gustaba nada. No era normal
en él sonreír
así, no
era humano sonreír así, parecía
peligroso, mucho más que el cinturón del Otro;
y
eso que el cinturón daba mucho miedo.
Yo
quería hacer algo, de verdad, pero solo me salía gritar muy fuerte
para que el Otro
no levantara la mano con el cinturón, aunque eso no fuera a servir
para nada. Mis piernas no se movían y yo sabía que era el olor, el
olor que flotaba que no dejaba moverme, que quería que
dejara
solo a Samuel. Hubo un momento en que Ella
se lanzó sobre el Otro
para pararlo y
Samuel y yo, que lo hemos hablado muchas veces, sabemos que lo hizo
para intentar parar
todo lo que había hecho durante mucho tiempo, pero el cinturón
pesaba más y Ella
acabó llevándose el primer golpe. La abuela se reía. Fue entonces
cuando vi a Samuel venir hacia mi, aún con esa sonrisa, y cogerme
del brazo. Recuerdo que el segundo golpe casi nos tumba pero Samuel
aguantó bien. Las piernas me fallaron totalmente y me tuvo que coger
en brazos,
justo
cuando
el olor se
hacía más
fuerte. Tendríamos que preguntarle a él porque yo empecé a ver
luces por todas partes y pensé que iba a desmayarme pero creo que
seguí gritándole a la abuela que se callara. Samuel, Samuel es
quién se sabe esta historia mejor que yo.
Al
final salimos de la casa y nos metimos en su coche. La dejamos a Ella
allí pero porque ninguno de los dos se atrevió a volver y lo cierto
es que es algo que no me perdonaré nunca, aunque Ella
no me culpe. Ahora era Samuel quien temblaba con las manos al volante
y el Otro
nos miraba desde la puerta de la casa con esos ojos que tenía él,
de perro callejero y de cazador furtivo, ojos de color amarillo.
Volví a gritar algo. Samuel me ha dicho en varias ocasiones que no
paraba de decir que jamás volvería a probar las zanahorias y dice
que se acuerda porque eso le hizo gracia; pero yo no recuerdo haber
dicho eso. Samuel consiguió hacer toda la maniobra y salimos de
allí. No hemos vuelto nunca, la verdad, porque es muy probable ya no
estén, que ya no haya nadie. Tampoco queremos hacerlo porque, en el fondo,
estamos seguros
de
que olor aún sigue ahí, esperando a que mi abuela lo eche
de casa.
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