Évora reajustó con sumo cuidado el ambientador de pino del
retrovisor, el cual oscilaba casi tan agitado como su propio corazón. Podría
haberse pensado que durante el trayecto ambos habían acordado sincronizar sus
dispares movimientos. Desgraciadamente, no servía para el corazón el mismo
método que para el ambientador de pino; no podría por mucho que quisiese mermar
su velocidad con la suave punta de sus dedos. Consternada tras varios intentos
en vano, apagó el motor y se escurrió de su asiento al asfalto del párking. Y
digo 'escurrió' porque apenas eran capaces de sostenerla sus trémulas piernas.
Cerró torpemente el coche e hizo todo lo posible por incorporarse. Se estiró
cuan larga era, alzó el pecho (algo sonrojado de haber probado a oprimirlo con
las manos para ralentizar su pulso sin éxito), y se dirigió un poco menos
descompuesta hacia el ascensor que la conduciría a su objetivo. Las metalizadas
puertas del artefacto se retiraron hacia sendos lados revelando en su interior
la presencia de la última persona que Évora deseaba encontrar en aquel
instante. Intercambiaron miradas asesinas y compartieron un denso y sofocante
silencio hasta que el elevador hubo llegado a su destino: la sección de
perfumería de El Corte Inglés. Évora y su archienemiga indiscutible avanzaron a
trompicones por las escurridizas y refulgentes baldosas del centro comercial,
esquivando casi por inercia a los demás clientes, tan alienados como ellas,
levitando más que andando, movidas por ningún otro sentido más que el del
olfato. Una vez delante del puesto de perfumes más exclusivo de toda la planta
no pudieron evitar corear al unísono, cautivadas: "¡Aquí huele a
zanahoria!" Y, en efecto, así era. Desde que fue arrebatada del seno de la
tierra la última hortaliza, alejada de su raíz la postrera fruta y desvanecido
el grano de cereal definitivo los humanos no habían logrado volver a producir
alimentos como aquellos. Lo mismo había ocurrido con algunas especies de peces
y muchas otras razas iban también camino de la desaparición. Ninguna condición
físico-química favorecía su conservación, nada en el planeta parecía tener las
más mínima intención de colaborar en la pervivencia de sus criaturas. Que el
universo se derramaba por el desagüe de la Creación era ya un hecho que a nadie
conmovía. Los recursos naturales se agotaban, sí, pero todavía les quedaban sus
fragancias. Évora y su adversaria, tras disputarse durante horas la potestad de
una colonia de col que finalmente se quedó un señor con olor a puerro, tuvieron
que conformarse con un par de frascos de extracto de pepino. Por los altavoces
una voz artificial anunció que el centro cerraría sus puertas en escasos
minutos. Cabizbajas y sigilosas volvieron a sus respectivos automóviles con la
leve sospecha de estar respirando el gélido aroma de la muerte.
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