Cuando dijo aquello enmudecieron
las voces histéricas del saloon. Un silencio espeso se instaló en todos los
cuerpos y por solo movimiento quedó el baile desacompasado de las puertas
batientes. También el sheriff mantenía la boca cerrada y rígida, y los ojos
atentos. Y lo mismo “la bala”, que tensó los párpados, Joe, tras la barra, y “La
jirafa”, el dueño de la cantina. Todos acariciaban con la punta de los dedos la
culata del revólver, por si las moscas.
Quizás lo que nadie esperaba es
que Carl se quedase sentado. Pero allí estaba, silente animal desarmado, por un
segundo estático, por un segundo… Le pilló por sorpresa, claro, hacía mucho
tiempo que nadie le levantaba la voz siquiera, desde aquel desgraciado
incidente en que se me ocurrió preguntarle si Carl venía de carlota. Todos
miraron su pelo de mierda y se rieron, y por lo visto aquello no le sentó bien y
decidió enviarme al otro barrio con un bonito recuerdo entre ceja y ceja. Fui
un pionero. De entonces a ahora han pasado por aquí otros tres con los mismos
síntomas. Y eso que ellos ni siquiera se lo dijeron a la cara… En el pueblo el
mote solo se escuchaba susurrado y en las esquinas.
Carl era un gran hijo de puta,
literalmente. No había puerta que no lo obligara a doblarse para pasar, y su
madre era una preciosa ramera, pelinaranja y robusta como él, aunque más dulce.
Lo que no tenía la madre, y sí el hijo, era un Colt 45. Y esas armas, las Colt
45, esas las carga el diablo.
Recuerdo el día en que vinieron
él y su madre en una diligencia. Owntown era entonces un lugar apacible,
cualidad que escasea en el Oeste de pistoleros y maricones. “La bala” creo que
también vino en aquella diligencia. Pero él era un caso opuesto al de Carl,
nunca dijo una palabra más alta que la otra, se sentaba tranquilamente a hablar
consigo mismo, saludaba con el sombrero, y a nadie molestaba. Desde el primer
día, Carl se granjeó el odio y el miedo de sus vecinos por sus constantes
peleas y amenazas de muerte. Era un niño atormentado, solo que muy grande, muy
fuerte, y muy rápido con el revólver. Ponía nervioso al más sereno de los
hombres. Y no lo digo por decir, una vez, haría un mes de su llegada, hizo
sacar el revólver a “La bala”, que no se si lo he dicho, pero era un tipo de lo
más tranquilo. Este, alzando la boca de su Dragoon, le dijo que solo tenía una
bala, y que no iba a malgastarla con un mequetrefe como él, que la estaba
reservando para alguien especial. Y por primera vez, ante los ojos grises de
aquel, Carl se calmó y dejó las cosas como estaban. Desde entonces, como nadie
sabía su nombre, se le bautizó entre ríos de whisky. Y de aquellas mieles en
botella salió el sobrenombre de “La bala”, con el que se quedó definitivamente.
Pero regresemos al hombre de la
puerta, no nos desviemos. Su nombre era Tom Doniphon y llevaba casi tres años
buscando a Sam Peckinpah para matarlo. Apareció en Owntown al mediodía, con el
sombrero ladeado, guardapolvo y botas. También traía un bigote encanecido y una
escopeta de dos cañones, Milagros (así la llamaba), bajo el guardapolvo.
Encontró al borracho del pueblo
sentado en el porche de la cantina, dormitando, y le preguntó sobre Sam
Peckinpah. Aquel señaló la puerta del saloon, de donde venían las únicas voces
del pueblo, y dijo, arrastrando las palabras:
-Pregunta por allí, están todos allí. Pero creo que te
equivocas de pueblo, amigo, no hay nadie en Owntown con ese nombre.
Y la frase se le cayó de la boca
al suelo, y la cabeza al pecho, y quedó abrazado por Morfeo. Al punto lo
despertó su propio ronquido:
-¿Dónde vas, joven? He olvidado decirte lo más importante.
Y mientras Tom deshacía sus
pasos, iba diciendo:
-No puedes entrar allí sin más. La gente desconfía de los extranjeros,
y en este pueblo son de gatillo fácil. Mejor será que no les des la excusa,
esconde bien la escopeta esa que llevas, y… bueno, hay algo que puedes decir si
quieres que esa gente sea amable contigo, es casi una tradición por aquí. Solo
has de entrar y decir “Aquí huele a zanahoria”. No falla, luego te verán con
buenos ojos. Es una larga historia.
Tom no pudo evitar la carcajada.
-¿Lo dices en serio? ¿Aquí huele a zanahoria?
-Dilo todo lo serio que puedas. Con suerte Joe te invitará a
un whisky en la barra.
-“No hay mal que por bien no venga”, decía mi madre. Ahora,
como haga el gilipollas para nada, volveré y echaremos cuentas.
A la que Tom se iba, el viejo
bellaco se sonrió por dentro. Vaya un viejo retorcido y malnacido. Quiso
esperar pero de nuevo se durmió.
“Aquí huele a zanahoria”, dijo
Tom, y unos segundos después una bala lo devolvía muerto al polvo de la calle.
Carl estaba de pie con el Colt 45 en la mano, pero era un Dragoon y no un 45 el
arma que humeaba.
-No os preocupéis, era un viejo conocido –aseguró “La bala”,
haciendo un gesto con el sombrero.
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