El viejo se murió. Ella no lo vio, se lo contaron, le
contaron que cayó de espaldas y lo encontraron muerto, lo que no tuvo nunca
claro es si murió de pie o ya en el suelo, es importante el detalle, la poesía,
ya se sabe.
El viejo murió siendo viejo, siendo viejo ya desde niño, ya
desde adulto, desde padre, desde abuelo, desde siempre fue viejo. De viejos
ideales, de viejos haceres, de viejos motivos, no de viejos modales ni morales,
de eso el viejo no tenía. Bueno, quizás tenía pero muy bien escondidos detrás
de la mugre.
El viejo que murió, muchos decían que era un santo, otros
que era un monstruo, pero ella se inclinaba a pensar que solo era un pobre
diablo, lo que no significaba que pensara que los pobres diablos se debieran
librar de la excomunión. Ella no sabía si estaría llorando allá arriba o
gritando allá abajo, lo que ella esperaba con todas sus fuerzas es que no se
estuviera riendo en cualquier parte, no tenía ninguna gracia lo que había
venido haciendo el viejo incluso una vez cerrado el ataúd.
Ella recordaba amargamente lo que se decía del abuelo, del
viejo, en las zonas familiares donde ella se movía, que era un maltratador, que
pegaba a la abuela, que pegaba a la madre, y a la vez recordaba al abuelo
entrañable de su infancia que venía a recogerle en coche, a ella y a su hermana
pequeña, para llevarlas a la escuela porque vivían lejos y recién estrenada la
jubilación el viejo no tenía otra rutina que llegar a la casa donde las
pequeñas vivían, comprar el pan para el almuerzo y cuando las pequeñas bajaban,
darles a escondidas de los padres, que siempre supieron lo que el viejo se
traía entre manos, una bolsa de chuches para el almuerzo y con ellas agasajaran
de paso al resto de compañeros de clase. Y aunque nadie lo supiera, en ese
gesto, en ese estúpido gesto el viejo les estaba enseñando a amar, su horrible
forma de amar, comprar a la gente. Después de las chuches los tres se metían en
el coche y se dedicaban a cantar canciones viejas como el viejo hasta la misma
puerta del colegio. Ese era, casi exclusivamente el recuerdo que de niña tenía
ella de su abuelo. Solo de refilón recordaba unas navidades en las que el viejo
se presentó borracho, tratando de fingir que no se había emborrachado porque
sabía el encuentro con su exmujer en la mesa navideña, esa mujer que lo había
dejado por los golpes y muy seguramente
por un afán de recuperar la adolescencia perdida que realmente nunca dejó
atrás.
Y ahora el viejo se ha muerto, y ella lo quería, pero su
amor no soportaba la crueldad del viejo con la gente que lo quería, por eso
mismo un día ella tomó la férrea determinación de no volver a ver al viejo, de
asumir si era necesario el no verlo morir, el no estar a su lado en las últimas
horas de su vida. Ella no era orgullosa ni engreída, ni cruel tan siquiera,
ella tomó aquella decisión sabiendo que en cualquier momento podría deshacerla,
que podría llamar a la puerta del viejo y que el viejo haría como si nada, no
exigiría un perdón para él ni mucho menos él regalaría un perdón a nadie. Pero
ella se equivocaba, y aún no sabía que le pillaría la muerte del viejo fuera
del país. Ni las horas finales las pasaron juntos, ni siquiera las horas vacías
y muertas, sobretodo muertas, del tanatorio una vez el viejo se hubo muerto.
Ella no vivió nada de eso. Cuando volvió a casa ya la vida había acabado y solo
quedaban las cenizas grises por repartir, en el más extravagante de los
lugares, pues el viejo pidió que se derramaran sus restos en uno de los paseos
más famosos de la ciudad, el lugar donde la mayor parte de su vida se dedicó a
estar, vagando sin rumbo con su soledad merecida y demandada, sobretodo
demandada.
Por esto mismo ella solo tenía el recuerdo del último día en
que lo vio, el día en que sin motivo ni razón el viejo decidió quedarse una vez
más solo y echó a la familia de casa, les dejó sin lugar para dormir, ni dinero
para comer, ni cariño que regalar. Eran navidades y la familia huyó de aquel
viejo cruel, de aquel viejo que solo quería estar solo porque no sabía querer a
nadie, porque exigía amor a golpes, a golpe de brazo, a golpe de billetera,
pero solo a golpes. Este fue el último día en que ella vio deliberadamente al
viejo, lo volvió a ver, de lejos y en su paseo de todos los días por aquella
calle de la ciudad. Dos días antes de la muerte del viejo ella lo vio, y poco
después tomó el avión que la llevó lejos, a las montañas afiladas que le
traerían la noticia de su muerte.
Al principio solo sintió rabia, y lo hizo culpable de todo,
y seguramente lo era pero ella no estaba segura, ni siquiera necesitaba
estarlo. Luego estuvo triste y sintió la tristeza y la soledad de estar sola
con el vacío que había dejado el muerto, la tristeza fue lo más dulce de la
muerte, porque a su regreso ya el muerto estaba enterrado y las luchas por su
dinero no había hecho más que empezar.
Había quien peleaba por dinero, había quien peleaba por
honor pero todos peleaban. En la batalla trataron de erigirse como vencedores
los que se consideraban más nobles, se autodenominaban "familiares"
del viejo, "los que de verdad lo querían", "los que estuvieron
con él hasta el final", eso les llenaba de orgullo, eso les hinchaba el
hígado hasta casi hacérselo explotar como a ocas para foie. "Los que
estuvieron con él hasta el final..." pensaba ella, ni que hubiera sido
Jesucristo y hubiese necesitado fieles que lo acompañaran en su pasión. Más
bien necesitó a gente a la que engañar y mentir, y transformarse en la víctima
de la expulsión familiar, actuar y maldecir a quienes le habían limpiado los
calzoncillos como esclavos en su casa, esos esclavos que según el viejo le habían
llegado a apuntar con una pistola, y le pegaban. Se dedicó a decir en sus últimos
años por el vecindario que él era víctima de las constantes agresiones y
amenazas que su familia le dirigía. Era evidente el deseo de justificar la
expulsión, lo sorprendente es que hubo gente que consiguió creerle y maldecir a
su vez a aquellos que sufrieron el no saber amar del viejo.
Ella misma fue objeto de críticas por parte de otros,
diciendo que no tenía ningún derecho a heredar nada porque había dejado al
viejo de lado, que le había dado igual que se muriera, incluso hubo muchos que
se negaron a darle el pésame. La verdadera víctima del entierro no fue el
viejo, fueron aquellos esclavos que consiguieron salvar su pellejo y ahora
mendigaban algo para comer. Para comer. Necesitaban dientes, necesitaban ojos,
necesitaban un techo, un suelo, un puto váter donde cagar. Necesitaban todo
eso que el abuelo les negó en vida y
ahora las ocas trataban de arrebatarles en muerte. Ocas y esclavos peleando en
un sin fin en el que los abogados llegaban traje con chanclas, muy
profesionales desde arriba pero en cuanto les mirabas por abajo veías sus
verdaderas intenciones, atrapar algo de dinero y darse un viaje a el Caribe a
costa de todos ellos.
Ella miraba todo desde la barrera, la guerra aún no había
terminado, ella sabía quién iba a ganar, sabía que afortunadamente no iban a
ganar las ocas, sabía que tristemente y muy a su pesar no iban a ganar los
esclavos. Todo el mundo peleaba por el número de la caja fuerte pues el viejo
era tan rata que ni a los bancos quiso acercarse jamás. Ella sabía cuál era, él
se lo contó exclusivamente cuando aún eran abuelo y nieta y fingían con fuerza
que lo eran. Ella, mucho tiempo después de aquella confesión teclearía el
código que el viejo se había empeñado en que fuera realmente difícil de
recordar, que solo fuera posible abrir la caja a través de esa maldita confidencia
que ahora significaba la muerte indigna de ocas y esclavos. Ella se acercó esa noche a la caja fuerte,
tecleó: 277444 44883355533 2 99992662446667774442 y lo último que se oyó decir
en aquel lúgubre templo de desdichas en el que más tarde olería a gasolina
ardiendo fue "Puto viejo, ya nunca tendrás que dejar de usar el antiguo
teclado de tu teléfono móvil, espero que alguien mejor que yo, mejor que todos,
decida si debes o no descansar en paz."
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