Los gritos y las carcajadas de los dos
oficiales apenas eran un eco lejano para los soldados borrachos, que se
tambaleaban sobre las sillas cojas del desteñido bar Nikolayevich. El mayor
Vyacheslaw tosió como un cerdo destripado al engullir otro vaso de la tercera botella
de vodka de la noche, pero se recuperó enseguida dando golpetazos a la mesa
mientras alcanzaba un puro arrugado y lo prendía con un elegante encendedor
americano. Una sonrisa gorgoteante en un rostro sudoroso llegó tras disiparse
la humareda al hombre frente a él, el teniente Petko Moròzov, que fumaba un
cigarrillo y también bebía vodka. Escasas horas más tarde, los acongojados propietarios
del Nikolayevich y algunos soldados ebrios y asustados relatarían los trágicos
acontecimientos que tuvieron lugar en la taberna al viejo Volodia, un
misterioso instrumento del gobierno que nadie podría haber asegurado si treinta
años atrás era un prestigioso interrogador de la KGB o un torturador renegado
para los vor v zakone.
- ¡Aquí huele a zanahoria!- declararon que
voceó el mayor justo antes de que un vaso cayera al suelo, y entonces Petko ya
no sonrió más.
- Tu madre es puta- replicó.
Según parece, la siguiente en hablar fue la
pistola Tokarev del teniente, aplastando con nueve gramos letales y veloces la
nariz porcina del veterano Vyacheslaw. Antes de que unos cuantos soldados a los
que el aullido metálico del arma y el gemido del mayor pillaron desprevenidos
comenzaran a disparar en todas direcciones, lo que resultó en una docena de heridos
y en muchos agujeros en las paredes del bar, Petko se las apañó para tumbar su
mesa de una patada y escabullirse del caos, dejando atrás un cadáver uniformado
y cristales rotos, en un charco de sangre y vodka. También tuvo tiempo de
dejarse caer por el cuartel y llevarse medio millón de rublos. Ya empezaba a
amanecer cuando, para alivio de los presentes, el temible Volodia se marchaba,
pero antes un suboficial alcoholizado se atrevió a decirle que todo era un
asunto de faldas, que sus dos superiores hablaban de una tal Anya o Klavdiya,
pelirroja, antes de que se produjera el tiroteo. El viejo pensó en pegarle un
tiro por decir dos nombres tan distintos, pero decidió marcharse simplemente,
llevándose el paquete de cigarrillos franceses que el teniente había extraviado
en su huida.
No fue esta una huida prolongada. Poco
después del mediodía Volodia y su chófer, un reptil joven llamado Boshko, ya lo
habían rastreado. El teniente se encontraba recuperándose de la resaca en casa
de un tío suyo, aún más viejo que Volodia, otro Moròzov veterano y condecorado,
de historial empañado por algunas actitudes insubordinadas, herido y retirado
cuando el Ejército Rojo todavía luchaba contra los alemanes. Su cuerpo se
retorcía todavía sobre la silla de ruedas, ante la mirada curiosa de Boshko,
mientras Volodia oprimía contra la suela de su zapato el último cigarro de
Petko, tendido frente a él en pijama, las rodillas reventadas por dos disparos.
- Hijo de puta- gruñó más con los ojos azules
enrojecidos que con la boca ensangrentada, tratando de clavar su última mirada
en el semblante de su cazador, al cual se interponía el cañón de una pistola
Makarova. Hubo un destello y aquella cara, aquella expresión incandescente, se
desinfló como un globo.
Volodia le dijo a Boshko que cargara los quinientos
mil rublos robados en el asiento de atrás, y el cadáver recién adquirido en el maletero,
al tiempo que se guardaba la Tokarev que mató a Vyacheslaw en el bolsillo
interior del abrigo. Condujeron poco más de doscientos kilómetros al noreste,
en dirección contraria a donde quiera que Petko se dirigiese, parando tan solo
a comprar tabaco. Volvía a ser de noche cuando aparcaron en una zona nevada y
boscosa cercana a Novgorod. El más joven de los dos hombres arrastraba al
teniente muerto con gesto de fastidio.
- Llévalo por aquellos árboles y déjalo en
cualquier parte- dijo Volodia encendiendo un cigarro.
- ¡Menuda mierda! No sé por qué no podríamos
haber dejado a este cabrón donde mató a Vyacheslaw, hay un cementerio para
allí.
- No para asesinos, los asesinos son por los
lobos.
- Venga ya Volodia- refunfuñó Boshko con
media sonrisa-. Yo soy tan asesino como él, y tú todavía más.
- A mí me enterrarán en el Novodévichi de San
Petersburgo. A este borracho nadie le ordenó volarle la cabeza a su superior
por enamorarse de una fulana pelirroja- concluyó el viejo, y escupió en
dirección a lo que quedaba de Petko, aunque este ya estaba muy lejos.
Cuando Boshko volvía sonriendo y sacudiéndose
las manos, una precisión de francotirador partió en dos la columna del viejo
Volodia, que blasfemando duras penas se arrastró para cubrirse junto a las
puertas del coche, hacia donde ya reptaba su chófer. El disparo había venido de
los árboles que tenían detrás, y rápidamente lo sucedieron otros que quebraron
las ventanas traseras y picharon dos ruedas de aquel Volga GAZ-21, el que fue
lo más similar a un ataúd para el teniente Petko.
- ¡¿Qué coño ha sido eso?!
- Coge el dinero del asiento de atrás y
tíralo a la vista, a ver si ese nos deja en paz- el chófer obedeció
ansiosamente.
- ¿Ya está?
- Asómate a ver- fue la última orden de
Volodia. Segundos después lo que la cabeza de Boshko contenía se proyectó sobre
la nieve.
El
viejo malherido se tomó un instante para masticarse la sangre, y entonces habló
con la voz que le quedaba:
- ¡Soldado de Primera Ivan Petkov Moròzov!
¡El hijo de puta desertor de un desertor
hijo de puta! ¡Otro Moròzov de mierda! ¡Ven a por lo que has venido a buscar!
- ¡He venido a por el cuerpo de mi padre!
- ¡El cuerpo de un borracho putero de gatillo
fácil! ¡Por eso has desertado! ¡Por eso te matarán! ¡Porque tu padre quiso ser
un chuloputas!
- ¡Cállate viejo! ¡Tira las armas y te dejaré
morir tranquilo! ¡Con suerte te enterrarán en tu jodido cementerio sin mi
cargador por toda la cara! ¡Te comerán los gusanos y no los lobos!
- ¡Ven y haz lo que tengas que hacer!-
vociferó Volodia lanzando su Makarova por encima del capó-. ¡De todas formas ya
me has matado!
- ¡La de tu compañero también!
El hombre agachado junto al coche hizo lo que
el hombre agachado entre la maleza le decía. Instantes después un joven de ojos
azules iracundos que portaba un fusil
Dragunov pasó por su lado y le escupió sin detenerse. Caminó treinta metros
frenéticamente, y se agachó junto al cadáver de su padre. Se lo llevó a los
hombros con serenidad y volvió a caminar con lágrimas heladas en los ojos
claros, mientras el asesino que había agonizando a veinte metros se llevaba
angustiosamente el brazo al bolsillo interior de su abrigo ensangrentado.
Cuando los dos estaban a diez metros, el Soldado de Primera y desertor Ivan Petkov Moròzov cayó al suelo al no poder
soportar más el peso del cadáver que cargaba, tras recibir nueve gramos en la
garganta por parte de una pistola familiar. El que sostenía aquella Tokarev vio
las miradas frías y azules del padre y
el hijo, uno encima del otro. Volvió a rebuscar en el interior de su abrigo,
pero el tabaco flotaba en líquido rojo. Con todas las fuerzas que le restaban trató
de alcanzar un cigarrillo de la chaqueta de su chofer, pero no fue capaz, no
pudo moverse de cintura para abajo. Lanzó una maldición y disparó sus balas
póstumas, las del teniente Petko, sobre los dos Moròzov muertos. Luego, el
viejo Volodia sintió el frio calarle la herida y la vida. Cerró los ojos y
esperó a los lobos.
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