Cuando
Amon Moses cogió la luz se le quedó pegada a la mano como un agua espesa y
dulce, como si tuviese azúcar. Es posible que tuviera azúcar, porque se relamía
los labios con frecuencia, en sus cuencas lucían dos cerezas escarchadas de
miel y el corazón le doblaba el tempo como un mal director.
En
Luisiana, cuando era más joven y su viejo padre todavía cazaba cocodrilos con
Jerry, Stuart y Glen “the peanut” (cuyo
apodo sospecho que fue idea del mismo Amon padre, hace muchos años, por la forma
ovalada y pequeña de la cabeza de Glen), pasaba los días con su madre, su
hermano pequeño Fred y un vecino del barrio, David… Daniel…, algo así. Pese a
ser omnisciente no lo recuerdo bien, siempre hay pequeñas lagunas hasta en las
memorias más despiertas, algún lugar en el que reposar de tanto saber
acumulado, charcas discretas y reposadas dónde flotar y dónde la duda nos
ofrece un espejo. Pero hablábamos de Amon Moses, no de mí, y decía que pasaba
el tiempo con su madre, su hermano y un amigo.
Rachel
Wood, ahora Rachel Moses, era su madre. Solía barrer el porche, hablar mal de
los mormones, judíos, musulmanes, católicos…, tocar la guitarra y contar
historias, porque en la familia era ella la que mejor las contaba. También le
gustaba ir a la iglesia los domingos y llevar a su hijo Amon con ella. Amon iba
con gusto, le encantaba ayudar al
reverendo Sanders y que este le susurrase al oído lo buen chico que era y le
diese propina. Nadie salvo su tío Chad de Florida y el reverendo le daban
propina al joven Amon Moses, así que estos eran para él los hombres más buenos
del mundo. También Jesús, su madre y el reverendo se lo recordaban un montón de
veces.
El
primer contacto que tuvo con la luz fue precisamente en la iglesia del
reverendo Sanders. Su madre le estrechaba la mano, el sol entraba a raudales
por los costados e inundaba la sala de un vivo calor amarillo y azul, del color
de las vidrieras. Su vista se detuvo un instante en la alta imagen de Cristo
crucificado y en el fondo de sí mismo, con las palabras encendidas, hablaba el
reverendo, y hablaba de amor.
Mostraos a Dios con los brazos
abiertos. No hay razón para dudar de un sentimiento si este atraviesa un
corazón puro y una santa predisposición. Él es la luz eterna y nosotros sus
breves reflejos, solo con el amor podemos acercarnos a esa luz primera, y no
hay duda, no hay nada que temer, si uno tiene fe no debe temer la caída, debe
lanzarse a sus brazos de frente, con los ojos, la boca, las palmas, los brazos
entregados. Juan dice en el versículo 19 de su capítulo 4º: “Nosotros le amamos a él, porque él nos
amó primero.” Y sigue diciendo en el 20 y el 21: “Si alguno dice: Yo amo a
Dios, pero aborrece a su hermano, es mentiroso. Porque el
que no ama a su hermano a quien
ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este
mandamiento de él: El que ama a
Dios, ame también a su hermano.”
¿Y cómo explicar el fervor de Amon Moses en
aquel momento, que pensó en su hermano con los ojos repletos de un brillo
palpitante, y en todo lo que lo quería, pensó en abrazarlo y que eso que sentía
debía de ser Dios?
Esa luz no tardó en palidecer, fue algo
bonito, breve, y no enfermó nunca más de esa luz. Perdió la santa
predisposición de la que hablaba el reverendo Sanders. Eso creía, vamos, aunque
siempre tuvo algo guardado en una cajita del pecho. Con el pasar de los días,
los meses y los años, enfermó de nuevo, cogió otra luz. Esta es la luz de la
que vengo a hablar.
Amon se acercó a ella sin reconocerla, casi
podría decirse que no la vio venir. ¿Cómo no supo verla siendo ella,
precisamente, la razón de ver? Amon no era exactamente un águila. Era más bien
un niño torpe que hacía preguntas, y muchas ni siquiera las dirigía, las
lanzaba al aire. No era exactamente un águila.
En el contoneo amarillo de su piel Amon se
perdía más lejos que aquella vez en la iglesia del reverendo Sanders. Le
parecía tan pequeño el fango, tan poca cosa desde la altura y la magia, que a
menudo se sorprendía riendo sin razón, con los labios sueltos.
Viéndose así, liberado de las penas que
dibuja la consciencia, decidió quedarse allí arriba hasta caer en picado, de
bruces, o hasta que alguien lo bajase por los pies hasta el polvo ligero del
suelo y la nube de siempre devolviese ensombrecida la luz al sino del hombre. “Al
menos sabré a qué sabe la luz”, se dijo.
Cuando la luz muera, y Amon sabe que es
cuestión de tiempo, porque todos cerramos los ojos, podrá abandonarse de otro
modo al ostracismo del silencio. Podrá incluso alejarse. Podrá regresar a la
certeza de la injusticia y la sinrazón, pues sin duda es más fácil enfrentarse
al vacío oscuro de la existencia con un poco de azúcar y un poco de luz en las
manos o en la memoria. Parece una reflexión de andar por casa, un estribillo
corriente, pero no deja de ser importante. No le quiten importancia, por favor,
está muy feo tomarlo todo a la ligera. De todas formas esto lo digo yo, Amon no
había pensado en ello todavía.
El día que Amon Moses cogió la luz, el mundo
no cambió en absoluto. Su viejo padre seguía hablando de viejos amigos y viejos
cocodrilos. Y sin embargo era todo tan distinto… Digo yo que serían esos ojos
escarchados suyos, que enceraban lo que veían. ¿Qué queda del brillo cuando se
va la luz? Ahora sí se hacía esa pregunta, y no sabía responderla.
Pobre Amon Moses, está enfermo de felicidad,
ojalá no se le pase el bienestar y la luz camine cogida de su mano.
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