Compañero del alma

Cuando mis abuelos murieron yo me quedé con la casa del pueblo. No estaba muy lejos de la ciudad, y yo me encontraba en uno de esos momentos en que la vida te pide calma, o eres tu quien pide tregua, no sé muy bien dónde acaba la vida y dónde tu persona ¿no son la misma cosa? El caso es que me dije: “anda, te hará bien la soledad, el aire puro… Tendrás tiempo de leer y de escribir”. Este último argumento me convenció.
Había un lugar en la casa que me gustaba especialmente. Por unas escaleras estrechas y altas (las hacen a mala leche), se accedía a una terraza. Precisamente la factura de esos escalones sumada a la grácil locomoción de mis abuelos, dio como resultado el abandono y la tristeza durante años, palabras que se tocan muy a menudo, como luna y gato, o como muerte y melancolía. Pero además de abandonado y triste, el lugar era el escenario de un viejo sueño. Yo había soñado con aquel lugar repetidas veces, y al verlo de nuevo no pude sino rendirme a la nostalgia y recordar, con los ojos empañados y una leve sonrisa, el decorado exiguo sobre el suelo rojo de ladrillo. La terraza era rectangular y alrededor solo había tejados, que enmarcaban un cielo enorme.
Hasta ahora no he dicho lo más importante. Lo más importante era una bañera de latón. En el sueño la bañera estaba en el centro de la terraza, pero en casa de mis abuelos ocupaba la esquina derecha, una auténtica insensatez, un disparate, se mire por donde se mire. Su único lugar era el centro, y a este la devolví lo más rápido que pude. Aquel pedazo de hierro amarillento, enfermo, como salido de una guerra, iba a ser el sancta sanctorum de la terraza, que era para mí un templo. Y si digo santo, es porque me traía algo de paz. Solo tumbado en la bañera sentía como, lentamente, iban aflojándose los nudos de mi cabeza. Poco a poco, pues no es nada fácil olvidar la mezquindad y el egoísmo humano. Además yo no tengo televisor.
Un día pensé: El sistema es como una gran boca que habla. Si quieres acercarte, boca a boca, hablar tú, ya puedes ser igual o mayor que él. De otra forma, si te apetece charlar y ve que eres pequeño, te tragará y fagocitará, y escupirá los restos. ¿Qué fue del PCE en la transición? ¿No fue acaso absorbido y reincorporado al sistema en forma de rosa? ¿Qué será del 15M? Impuso su voz por un tiempo, pero el sistema también sabe gritar y diluir todo en soluciones cosméticas. Otro día pensé: ¿Será Papito Grillo la versión latina de la conciencia? Y así, sumergido en profundas reflexiones, hice de la bañera un espacio intelectual, personal e intransferible.
Al menos eso pensaba, hasta que una tarde de mayo, recortada su figura contra el fuego del ocaso, apareció un gato desde el tejado lateral derecho. Con el tiempo, como siempre aparecía por el mismo sitio, lo bauticé como Alves. El primer día, Alves solo vino porque me estaba comiendo un bocata de sardinas en la bañera. Me hizo gracia verlo aparecer y le lancé una sardina que casi le da en la cabeza. Se asustó, luego volvió y se la comió. Y así comenzó nuestra amistad. Era todavía algo pequeño, y lo que más le apetecía era jugar. Creo que no tenía amigos de su raza, pero los niños son niños, la raza a esas edades importa menos. Lo único que quería era jugar, y yo le dejaba morder y arañar mis manos, mis pies, con tal de que me hiciese compañía. A veces venía y daba vueltas a la bañera, ronroneando. Cuando le rascaba la barriga se enroscaba, daba vueltas, como si le hiciese cosquillas. Le estaba cogiendo verdadero cariño al animal.
Un día lo encontré en el tejado con la cabeza mutilada. Uno de sus perfiles todavía daba alguna bocanada, casi en forma de espasmo, enseñando los colmillos. Había perdido mucha sangre, no había nada que hacer. Decidí dejarlo morir en paz y lo trasladé a la bañera. Pensé que estaría mejor allí, ya he dicho que para mí el lugar tenía algo de santo. A los diez minutos regresé. El cuerpo no respiraba pero estaba caliente todavía. Me fui y de nuevo regresé pasados diez minutos. Estaba exactamente igual. Empecé a llorar con la espalda apoyada en la bañera. Dejaba correr las lágrimas, como tratando de demostrar algo… Solo paré de llorar cuando Alves se puso rígido y frío. Le di sepultura allí mismo. Encontré tierra y cubrí el cuerpo hasta llenar la bañera. Me miré las manos: tenía sangre y tierra entre los dedos. Él solo quería jugar. Cerré los ojos, y soñé que todo eso no había pasado.
Desperté en la bañera con algo de sudor en la frente. Miré alrededor y me cercioré de que las sombras eran sombras. Entonces recordé aquella frase de T. S. Eliot: “El infierno es estar solo, las demás figuras en él son solo proyecciones”.



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