MARES DE ESPUMA


El sol despuntaba a barlovento, relucía la cubierta del navío con manchas resecas de sangre herrumbrosa que tatuaban el roble. No había llovido, pero la madera estaba húmeda. Apoyado en la popa del barco, el capitán Jack Rackham, hacía repaso de toda una vida en alta mar, sus ojos se perdían en la espuma de las olas que rompían en las islas cercanas. Estaba cansado, su nombre le pesaba cada vez más en la espalda y sus ojeras se ennegrecían a cada giro de timón. No obstante, es el mar lo que me mantiene vivo -se reafirmaba internamente Jack-, aquí renacen mis cicatrices, muero y vivo en este eterno cuento. En estas cavilaciones andaba cuando, de pronto, a su espalda se escucharon las bisagras de su cámara y se cercioró de su destino al ver salir al único tesoro que no fue necesario obtener por medio de la piratería, Anne Bonny, que contaba con la fuerza de cuatro de los hombres a bordo y con la delicadeza y ternura de los que pueden retener la infancia en las manos. Como un desdoblamiento de su sombra, la seguía Mary Read, la segunda mujer abordo última incorporación a la tripulación y a las sábanas del capitán.

Acodado ahora de espaldas al mar, Jack observaba el entusiasmo con que las mujeres disponían el nuevo día, atando cabos, enarbolando la Jelly Roger y haciéndose con el dominio del ingobernable navío. El resto de la tripulación también se encaraba al nuevo día, con una jarra de ron en la izquierda y una mano de cartas sospechosamente válida a la derecha. Esto sí son piratas que han visto el poco lucro que da el sacrificio -pensó Jack-, sabiendo, no obstante, que el barco continuaba virando gracias a las dos camaradas. Su único requisito era que nadie tocara el timón, si alguien lo hacía correría la suerte de su alfanje. Como repetía constantemente, el rumbo nos lo eligen.

Vestido el horizonte como un lechoso mosaico, opaco, y espirados por un cálido soplido, acabaron recalando en Dry Harbour Bay perteneciente a la jurisdicción jamaicana. Unido Jack al juego y el alcohol, enfrentándose con los camaradas que no entendían de jerarquías ni cargos cuando portaban los naipes desgastados por el salitre. Anne y Mary, recostadas en el Mayor intentaban ubicarse en un mapa enigmático, preguntándose cuál podría ser el ejército que les atacaría en caso de entrar en combate. No contaron con las noticias que circulan en tierra firme, el gobernador Lawes había armado a unos hombres comandados por el cazador de piratas, Jonathan Barnet, que apareció en la bruma como un espejismo tras del barco de bandera negra. La eslora del navío de Barnet contaba con un casco muy fino, aparentemente quebradizo pero sorprendentemente veloz; en apenas un instante cortaba el contorno de la embarcación de Rackham.

Las carcajadas de Rackham y sus secuaces fueron sepultadas por un grito de Anne Bonny al divisar las blancas velas que avanzaban en su dirección. El silencio se apoderó de la cubierta, todos dirigían su mirada al capitán en busca de una orden, él se limitó a contemplar con ojos anodinos su jarra vacía. Vas a dejar que me deshidrate con tanta agua alrededor -le dijo a uno de los muchachos que servían el ron-, vaciemos nuestra bodega antes de que esos desgraciados nos la arrebaten de las manos. Los hombres no se sorprendieron de la decisión, la acataron conformes, exhaustos y borrachos. Anne y Mary no se creían lo que veían, los piratas más buscados de las costas jamaicanas rendidos antes de entrar en batalla. Cobardes y beodos -dijo Anne- no merecéis la sombra de nuestra bandera. Jack la miró y vio en ella un reducto de lo que él fue tiempo atrás cuando se rebeló a su capitán Charles Vane. Mientras Anne los injuriaba, Mary sacó del depósito un espontón, cuatro pistolas con munición suficiente y sus respectivos alfanjes.


Ante la ausente resistencia de los piratas, y pensando que se habían rendido, el barco asaltante se situó en paralelo para abarloar. Mary Read fue la primera en disparar accionando la chispa de su pistola y acertando en el pecho de uno de los asaltantes, de pronto un aluvión de balas cayó sobre el barco de Rackham. Ambas se cubrieron tras la gruesa madera, Anne notó que la mano de su compañera se posaba en su pierna. Se fijó en el torso de Mary perforado por la pólvora, le miró a los ojos y supo que era inútil cualquier tipo de ayuda. No temas -le dijo- esto está a punto de acabar, tranquila, ya sabes que siempre duele un poco, intenta descansar, ya está terminando, las yemas de los dedos se le están arrugando.

MÍSTER FANTÁSTICO.


ENTREACTO.

Un cementerio bonito con nichos de mármol y piedra, adornados con flores negras y avispas blancas revoloteando por ahí. Dos enterradores transportan de un lado a otro un cuerpo buscando el lugar donde le toca. Llegan hasta un mausoleo grande pintado de color morado sucio. El mausoleo está muy viejo y la pintura ha saltado en varias partes de la pared, casi toda se la ha comido la humedad. Se paran y comienzan a trabajar.
El enterrador más mayor es Lobo, un hombre canoso que lleva toda su vida trabajando para los vivos en favor de los muertos. Disfruta de su trabajo pero, recientemente, en el pueblo han creído oportuno que alguien le ayudara, pues los años pasan por todos y especialmente por Lobo. El no admitirá sentirse cansado ni menos aún viejo, pero desde la caída dentro del osario la semana pasada, hasta él se ha dado cuenta de que la situación es crítica. Si bien, todos los que están enterrados allí cuentan con Lobo, es el hombre con más espíritu que existe, por supuesto, en todo el pueblo pero también en todo el mundo. Cuando se hace de noche el pelo blanco de Lobo funciona como una luz que va guiando a los muertos para que vuelvan a los sitios donde les corresponde estar. Lobo sabe eso, sabe como funciona el cementerio y también sabe que es solo para gente que ya no está viva, por eso lo que va a pasar a continuación, va a resultar tan extraño para un hombre tan antiguo como él. Extraño aunque no incomprensible. Suponemos que Lobo, simplemente y por fin después de tanto tiempo, no lo ha visto venir.
Lobo vive, de hecho, en el cementerio, en una casa justo al lado de la puerta principal. La única ventana del dormitorio enmarca la inscripción latina que corona el arco de la entrada, por lo que Lobo se acuesta siempre sabiendo que está en la casa de los hombres para toda la eternidad.
El que está con él, más joven, es el ayudante. Un muchacho del pueblo, no importa su nombre. Está nervioso y no le gusta ese trabajo pero es lo que tiene no querer hacer nada que al final acabas haciendo esto. Nota la irritación de Lobo y sabe que lo va a pasar mal en su primer día.
Justo antes de meter al cadáver en la tumba, Lobo se para y lo mira dos veces.
-Es un muerto un poco raro, sí-el joven intenta quedar bien pero más le vale no seguir por esa línea o Lobo sacará sus colmillos.
-¿Por qué dices eso?
-Bueno, no sé. ¿Tu lo has notado no? Te has parado antes de meterlo.
-Yo no he dicho que sea raro.
-Yo que sé, es como increíblemente joven, demasiado joven.
-Como tú.
El chico calla. Lobo lo aparta suavemente para poder ver el cuerpo por entero, por todos lados.
-No podemos enterrar a este hombre. Vamos, ayúdame a cogerlo.
-Espera, espera, ¿cómo que no podemos enterrarlo?
-Cógelo.
-Pero no lo entiendo, ¿qué es lo que pasa?
-Lo que pasa es que yo te estoy diciendo que lo cojas.
-¿Le ocurre algo al muerto?
La mirada de Lobo asusta al joven, que coge rápidamente por un lado el ataúd. Entre los dos lo sacan del mausoleo y lo apoyan en el suelo.
-Eh, joder, ¿se puede saber qué estamos haciendo?
-Pensar.
-¿Pensar en qué?
-A dónde lo vamos a llevar.
-¿Pero se puede saber qué mosca te ha picado? ¿No podemos simplemente enterrarlo y dejarnos de toda esta mierda?
-No, no podemos.
-¿Por qué?
-Porque este hombre no está muerto.

PRIMER Y ÚNICO ACTO.

Lobo y el muchacho han tenido que meter al cadáver en la bañera puesto que Lobo no tiene sofá, ni sillones de ningún tipo. Se pasa el día fuera de la casa, sentado en los bancos del cementerio y hablando con las estatuas. Cuando acaba la jornada cena en la mesa de la diminuta cocina. La cama, por otro lado, no era una opción. Lobo vive por y para los muertos pero cuando duerme, cuando ya no está consciente, entonces Lobo no es de nadie, Lobo es suyo y la cama es lo que le provoca esa sensación; la cama, es por tanto, únicamente de Lobo. Nadie podría asegurarlo pero mientras el joven está sentado en la taza del váter y Lobo de pie frente al espejo, parece ser que el muerto está sonriendo dentro de la bañera.
-¿Y ahora qué eh?
-Ahora tenemos que esperar a que venga.
-¿A que venga, quién?
-Míster Fantástico, él se encargará de esto.
Sí, definitivamente eso ha sido una sonrisa.
-Mira, si esto es una broma por ser mi primer día trabajando aquí, vale. Ha tenido gracia, nos hemos reído. Eres un tipo extraño pero te respeto, joder, me las colado. Ahora vamos a dejarnos de tonterías, vamos a llevar a este hombre de vuelta al mausoleo y yo hago como si todo no esto no hubiera pasado.
Lobo le mira. El joven, que se ha levantado mientras hablaba, se vuelve a sentar en el váter.
-Si vamos a hacer esto de verdad, vas a tener que explicarme qué es lo que pasa.
-No pasa nada, no podemos enterrar a alguien que no está muerto.
-Pero este hombre no está vivo, míralo. No se mueve, no habla, no piensa...ni siquiera respira.
-Yo no he dicho que estuviera vivo, he dicho que no estaba muerto.
La bañera se ha llenado con el cuerpo del hombre pero el brazo izquierdo le cuelga por fuera. Poco a poco, y sabiendo que ya no le miran, el muerto vuelve a relajar la cara. Suaviza los gestos y golpea muy débilmente los dedos sobre la cerámica de la bañera. Pero no suena nada, es como si el sonido quedara ahogado por el agua de la bañera, agua que no hay.
Lobo está empezando a compadecerse de la mirada perdida del joven.
-¿Has oído decir eso de que cuando estás a punto de morir, toda tu vida pasa delante de ti, como si fuera una película?
-¿Qué coño tiene que ver esto con…?
-Responde
-Sí, lo he oído.
-Bueno, pues eso me ha pasado a mi cuando lo he tocado. He visto toda mi vida, rápida, pasar delante de mis ojos. La he visto a ella, que también tiene una tumba por aquí cerca y los he visto a todos, claro. Lo que nadie dice es que ellos te están esperando. Tu ves las imágenes pero las imágenes también te miran a ti.
Al muerto le cae un pequeña lágrima que después de recorrerle por entero se queda colgando de uno de los dedos. Deja de golpear contra la bañera y la lágrima se suelta, bajando rápidamente por la línea blanca del azulejo.
-No sé que quieres decir con eso.
-Cuando venga Míster Fantástico vas a tener que prepararte, porque aunque no hayamos metido a este joven en el mauseolo no te libras de llevar un cadáver. ¿Me estás entendiendo, chico? Cuando llegue él, tendrás que enterrar mi cadáver.
El joven da un bote y se levanta como disparado por un resorte. Abre la puerta del baño y se queda en el límite que hay justo antes de entrar al salón. Empieza a respirar entrecortadamente.
-No es algo a lo que tener miedo, muchacho. Es algo que pasa y que yo llevo ya tiempo deseando que pase. Pero vas a tener que escucharme atentamente ¿quieres? Porque te toca hacer muchas cosas.
Lobo se acerca hasta el joven y le pone la mano en el pecho. El pelo de Lobo casi brilla como una antorcha.
-Mírame, pero mírame a los ojos. Bien. Escucha atentamente. Cuando llegue la hora, Míster Fantástico vendrá a por él y se encargará de llevárselo porque es su trabajo. Yo me quedaré aquí, tumbado o en la bañera. Es muy probable que Míster Fantástico me deje en la bañera, espero que sea así, llénala de agua por si acaso y sácame el brazo izquierdo por fuera. Luego tendrás que llevarme a mi tumba que está al final del cementerio. Esta mañana, cuando te lo he enseñado, ¿recuerdas la estatua de una niña sentada mirándose el pie? Es justo ahí. Al lado de la niña está ella, yo debo ir al otro lado. Justo a la derecha, no te olvides, eso es importante.

La sonrisa de Lobo ayuda al joven acabar de tranquilizarse. Todavía no sabe ni qué ha pasado, ni qué pasará cuando Míster Fantástico llegue, pero esas instrucciones se le han grabado en el corazón y eso sí lo entiende.
-Ahora respira, chico, respira despacio. Vuelve a sentarte.
La bañera reluce limpia, no hay manchas de barro ni de polvo. Solo las lágrimas del muerto que se resbalan por todos los azulejos.
El joven obedece y aún con la mano en el pecho pregunta:
-¿Pero cómo puedes estar tan seguro de que vas a morir?
-No existe respuesta a tu pregunta, muchacho. Eso nunca se sabe y menos aún puede uno estar seguro de ello. Es algo que se siente y yo lo he sentido. Créeme, llevo toda mi vida trabajando en este lugar y este cadáver no es el primero que me causa problemas, solo que antes yo no era el blanco.
-¿Quieres decir que esto ha pasado más veces?
-Sí, muchas más de las que imaginas. Aquí viene todo tipo de gente, vas a tener que estar preparado para eso también. Esa gente que llega puede influirte estando viva o muerta, no lo olvides. Recuerdo que una vez, hace ya mucho, tuve que enterrar a una niña pequeña. No debía tener más de tres o cuatro años y lo vi; vi como su madre supo que iba a morir con ella cuando la tocó por última vez. Esas cosas se notan en la cara, te transforman el dolor en una paz que no existe para los vivos. Porque los vivos vivimos siempre con prisas y por eso todo lo que experimentamos acaba doliendo de una forma u otra, porque no dejamos, que en lugar de conquistarlo, nos inunde con su paz.
-Ahora mismo me cuesta mucho entender de qué estás hablando.
-Hablo de saber qué es lo que estás haciendo en el momento en que deberías hacerlo y sobre todo, entender el por qué. Eso es la paz. La madre de aquella niña sabía que no habría vida donde no estuviera su hija, y la niña también lo sabía, así que se la llevó consigo. El amor o el miedo pueden ser pasionales y descontrolados y al mismo tiempo otorgarte la paz más extrema.
-Pero eso no tiene sentido, tú no tienes ningún tipo de relación con este hombre, ¿verdad?
-No, pero mi caso es especial. Yo no tengo relación con nadie, nunca la he tenido, quizá solo con ella. Si Míster Fantástico ha elegido a este hombre para llevarme a mi, será por algo, eso solo lo puede saber él. Lo que jamás entenderé es por qué ha tardado tanto.
Así como si alguien estuviera escuchando las palabras de Lobo, aparece de repente y sin avisar, un hombre en la puerta principal de la casa. El joven mira desde la taza del váter pero no consigue ver la cara del individuo, aunque su corazón le dice que es Míster Fantástico. No sabe como pero se da cuenta de que no ve nada porque él no quiere que vea nada, lo cual es una buena noticia porque aún no es su momento. Se oye al muerto aplaudir desde la bañera. El joven se da cuenta de que va a desmayarse, y eso es precisamente lo que ocurre; acaba en el suelo mientras la risa de Lobo aúlla por todas partes.


NOTA AL PIE DE PÁGINA:

(Tal y como le indicó Lobo en su momento, el chico se encargó de llevar el cadáver del hombre hasta la tumba correcta; justo a la derecha de la niña que se estaba mirando el pie. Unos minutos más tarde de haber acabado el trabajo, el joven se quedó mirando la lápida de la mujer que estaba al otro lado de Lobo. En ese momento un detalle llamó su atención. En la inscripción ponía: “Helena y Eva , madre e hija, juntas para siempre”. El chico se acercó hasta la tumba para recoger una foto que alguien había dejado sobre la lápida. La imagen mostraba a una mujer y un hombre con el pelo blanco, joven, que sostenían a una niña en brazos. El muchacho se fue del cementerio esa noche sin poder quitarse de encima la sensación de que el cadáver de la bañera se parecía increíblemente al hombre de esa foto).

En el nombre del padre

Tu madre está enferma, muy enferma. Le quedan dos primaveras, como quien dice. Apoltronada en su sillón, con las piernas vencidas, fatigadas bajo una manta de mierda que apenas le cubre los tobillos. En su memoria un castillo olvidado, no por ella, por todos ya. Durante algún tiempo guardó muchas cosas en su interior: fragancias, colores, palabras, melodías, recuerdos al fin. También allí, entre viejas amistades, estaba su patria.
Nadie escucha toser a esta mujer. Tú no, desde luego. Si supieses cuán bella y lozana había sido… y ahora sus manos son fardos inútiles y los ojos le cuelgan tristes de la frente, como un par de cerezas negras.
Tu madre te cuidó aun antes de retozar en sus entrañas. Creciste entre sus pechos. Los contemplabas con el hambre ciego de la vida, y mamaste. Afuera llueve, pero mamaste. Te agarraste a sus tetas y mordiste la carne eréctil como quien se mira el ombligo. Haz memoria, de niño te dejó ser feliz. No importaba si rompías algo, al día siguiente olvidaba todo lo malo y te abrazaba de la misma forma. Se hacía la olvidadiza para poder darte calor. Y tú solo le diste sofocos. ¿Cuándo la abrazaste por última vez? En serio, ¿qué le has dado tú a cambio?
Tu madre está enferma, muy enferma, y tú te has divertido a su costa. No bajes los ojos, no seas cobarde. Aguanta la mirada, mira sus brazos de agua, la piel en cascada y las venas sucias. Lo que fueron volcanes son dos landas secas, y lo que fueron dos labios, dos curvas, ahora es una recta sola y pobre. Además, fíjate, está medio calva.
Crees que no, pero también es culpa tuya. Decidiste jugar a la ataraxia, dejarla en el asilo, desentenderte. Así es como te pagan los hijos, te dan la espalda y se miran los pies. Porque es áspera y fea, yo le tengo piedad a la higuera… dijo una poeta. Pues haz como la poeta, compadécete. Despierta y llora, por ese orden. Dormirse en los laureles no es la mejor de las ideas, y si estás despierto, no puedes no llorar viendo así a tu madre. Yo no estoy. Yo nunca estuve, pero eso solo me da la razón. Te tocaba cuidarla a ti, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os junte, de nuevo. Y tu madre está enferma, está muy enferma. Pobre imbécil, ¿es que no lo sabes?
Tu madre es la Tierra. Tu madre es tu hogar. Tu madre es lo primero, y se nos muere. Se nos muere.

Osavido



Aquella noche le estaba pasando algo. Caía una gota y golpeaba ruidosa contra el agua e instantáneamente se sumaba a ella, formaba parte de un todo. Unos segundos de silencio y otra gota comenzaba a asomarse al vacío: salía, permanecía suspendida en el espacio y lentamente caía hasta que chocaba contra el lago de agua estancada levantando una columna diminuta de agua, como un hilo, que pronto volvía a sumergirse. Una y otra gota caían lentas, ensordeciéndole, retumbando en el espacio. La continuidad de las gotas lo hacía implacable. Nada podía impedir que todos aquellos pensamientos pasasen por su cabeza. Su vida entera se le mostraba en imágenes: un relámpago traía imágenes de su infancia, de su adolescencia; se recordaba riendo, llorando, de todas las formas. Recordaba momentos buenos y momentos malos y miraba a Den. En ese momento, estaba sujetando a Den con ambas manos, para que no se le resbalase. Estaba empapado. Recordaba cuando su abuela lo bañaba y él reía sin parar por la vergüenza que le provocaba que lo viese desnudo. Miraba a Den, cerraba los ojos y se lo paseaba por la cara, por las sienes, por el cuello, se lo deslizaba desde la garganta hacia la nuca, sentía su tacto, se lo bajaba hacia el pecho y hacía lo mismo, se lo acercaba al corazón como intentando transmitirle algo. Recordaba el primer beso con la primera chica de la que se enamoró, el roce suave de sus labios, cómo sentía que su corazón se le salía por la boca. Pero todo, cuando lo piensas, tiene más de un sentido al mismo tiempo y recordaba también cómo de pronto ese amor que creía sentir se había ido disipando por culpa de los dobles sentidos. Las palabras lo habían traicionado. Cuando lo dejaron consiguió olvidarla, pero también recordaba cómo ella había vuelto a su vida, aparecía por segunda vez. Sentía la porcelana fría en su espalda contrastando con el calor de su sangre, sentía en las sienes cada latido, cada impulso sanguíneo. Sentía la paz y recordaba cómo le gustaba encontrarse solo, cómo en esos momentos era capaz de dudar si estaba haciendo lo correcto o si se había vuelto a equivocar una vez más. Recordaba aquellos momentos en los que se había sentido valiente, con fuerzas para retar al mundo, pero también aquellos en los que no se había sentido con ánimo de luchar contra nada. Recordó el accidente de bicicleta, recordó que, tumbado en el suelo, miró al cielo y se lo entregó todo por última vez. El cielo pesaba sobre él, ejercía una presión capaz de destruirle, sentía el vacío del universo dilatándose contra él, aprisionándolo. Sentía cada gota suspendida en el aire como las olas suspendidas en el mar, sentía cómo la tierra había dejado de dar vueltas alrededor del sol, cómo los asteroides en movimiento habían dejado de desplazarse y cómo el fuego convivía con lo que se acercaba a él. Sentía un relámpago eterno, que nunca llegó a apagarse. Sentía cómo por cada gota de agua suspendida en el aire, arrojada al abismo contra el resto de agua, había una gota más de sudor suspendida en su frente. El agua estaba helada, pero al contacto con su piel, nada hacía efecto; para él, cada vez hacía más calor. Con cada imagen que imaginaba, abría los ojos y estas entraban por su retina y golpeaban violentamente contra lo más profundo de su cerebro. Recordaba a sus amigos, recordaba cuántos buenos momentos había pasado con ellos, recordaba risas y noches de no dormir, también recordaba cómo había llegado a arrepentirse de haberse presentado a ellos el primer día que los vio. Su nuca se desconectaba, dejaba de emitir escalofríos al resto del cuerpo; ya no se erizaba su piel. Recordaba cuánto placer le regalaban ciertas cosas de la vida y recordaba cómo una y otra vez había renunciado estúpidamente a ellas, cómo posteriormente se había arrepentido y cómo más tarde de nuevo había vuelto a caer en los mismos errores. Hasta tan sinuoso empezaba preservado, como paños erosionados ostentados. Den lo miraba, pero no podía decir nada, era incapaz de hablar. Y entonces recordaba cómo existía antes de aprender a hablar, cómo las cosas significaban para él y cómo significaron luego, cuando aprendió a hablar. No había podido olvidar el habla, pero a vosotros solo os pedía una cosa y la repetía y la repetía y la repetía una y otra vez, en voz baja para no molestar a Den: salid o silencio, salid o silencio, salid o silencio…

Compañero del alma

Cuando mis abuelos murieron yo me quedé con la casa del pueblo. No estaba muy lejos de la ciudad, y yo me encontraba en uno de esos momentos en que la vida te pide calma, o eres tu quien pide tregua, no sé muy bien dónde acaba la vida y dónde tu persona ¿no son la misma cosa? El caso es que me dije: “anda, te hará bien la soledad, el aire puro… Tendrás tiempo de leer y de escribir”. Este último argumento me convenció.
Había un lugar en la casa que me gustaba especialmente. Por unas escaleras estrechas y altas (las hacen a mala leche), se accedía a una terraza. Precisamente la factura de esos escalones sumada a la grácil locomoción de mis abuelos, dio como resultado el abandono y la tristeza durante años, palabras que se tocan muy a menudo, como luna y gato, o como muerte y melancolía. Pero además de abandonado y triste, el lugar era el escenario de un viejo sueño. Yo había soñado con aquel lugar repetidas veces, y al verlo de nuevo no pude sino rendirme a la nostalgia y recordar, con los ojos empañados y una leve sonrisa, el decorado exiguo sobre el suelo rojo de ladrillo. La terraza era rectangular y alrededor solo había tejados, que enmarcaban un cielo enorme.
Hasta ahora no he dicho lo más importante. Lo más importante era una bañera de latón. En el sueño la bañera estaba en el centro de la terraza, pero en casa de mis abuelos ocupaba la esquina derecha, una auténtica insensatez, un disparate, se mire por donde se mire. Su único lugar era el centro, y a este la devolví lo más rápido que pude. Aquel pedazo de hierro amarillento, enfermo, como salido de una guerra, iba a ser el sancta sanctorum de la terraza, que era para mí un templo. Y si digo santo, es porque me traía algo de paz. Solo tumbado en la bañera sentía como, lentamente, iban aflojándose los nudos de mi cabeza. Poco a poco, pues no es nada fácil olvidar la mezquindad y el egoísmo humano. Además yo no tengo televisor.
Un día pensé: El sistema es como una gran boca que habla. Si quieres acercarte, boca a boca, hablar tú, ya puedes ser igual o mayor que él. De otra forma, si te apetece charlar y ve que eres pequeño, te tragará y fagocitará, y escupirá los restos. ¿Qué fue del PCE en la transición? ¿No fue acaso absorbido y reincorporado al sistema en forma de rosa? ¿Qué será del 15M? Impuso su voz por un tiempo, pero el sistema también sabe gritar y diluir todo en soluciones cosméticas. Otro día pensé: ¿Será Papito Grillo la versión latina de la conciencia? Y así, sumergido en profundas reflexiones, hice de la bañera un espacio intelectual, personal e intransferible.
Al menos eso pensaba, hasta que una tarde de mayo, recortada su figura contra el fuego del ocaso, apareció un gato desde el tejado lateral derecho. Con el tiempo, como siempre aparecía por el mismo sitio, lo bauticé como Alves. El primer día, Alves solo vino porque me estaba comiendo un bocata de sardinas en la bañera. Me hizo gracia verlo aparecer y le lancé una sardina que casi le da en la cabeza. Se asustó, luego volvió y se la comió. Y así comenzó nuestra amistad. Era todavía algo pequeño, y lo que más le apetecía era jugar. Creo que no tenía amigos de su raza, pero los niños son niños, la raza a esas edades importa menos. Lo único que quería era jugar, y yo le dejaba morder y arañar mis manos, mis pies, con tal de que me hiciese compañía. A veces venía y daba vueltas a la bañera, ronroneando. Cuando le rascaba la barriga se enroscaba, daba vueltas, como si le hiciese cosquillas. Le estaba cogiendo verdadero cariño al animal.
Un día lo encontré en el tejado con la cabeza mutilada. Uno de sus perfiles todavía daba alguna bocanada, casi en forma de espasmo, enseñando los colmillos. Había perdido mucha sangre, no había nada que hacer. Decidí dejarlo morir en paz y lo trasladé a la bañera. Pensé que estaría mejor allí, ya he dicho que para mí el lugar tenía algo de santo. A los diez minutos regresé. El cuerpo no respiraba pero estaba caliente todavía. Me fui y de nuevo regresé pasados diez minutos. Estaba exactamente igual. Empecé a llorar con la espalda apoyada en la bañera. Dejaba correr las lágrimas, como tratando de demostrar algo… Solo paré de llorar cuando Alves se puso rígido y frío. Le di sepultura allí mismo. Encontré tierra y cubrí el cuerpo hasta llenar la bañera. Me miré las manos: tenía sangre y tierra entre los dedos. Él solo quería jugar. Cerré los ojos, y soñé que todo eso no había pasado.
Desperté en la bañera con algo de sudor en la frente. Miré alrededor y me cercioré de que las sombras eran sombras. Entonces recordé aquella frase de T. S. Eliot: “El infierno es estar solo, las demás figuras en él son solo proyecciones”.



El viejo y el mal

El viejo se murió. Ella no lo vio, se lo contaron, le contaron que cayó de espaldas y lo encontraron muerto, lo que no tuvo nunca claro es si murió de pie o ya en el suelo, es importante el detalle, la poesía, ya se sabe.
El viejo murió siendo viejo, siendo viejo ya desde niño, ya desde adulto, desde padre, desde abuelo, desde siempre fue viejo. De viejos ideales, de viejos haceres, de viejos motivos, no de viejos modales ni morales, de eso el viejo no tenía. Bueno, quizás tenía pero muy bien escondidos detrás de la mugre.
El viejo que murió, muchos decían que era un santo, otros que era un monstruo, pero ella se inclinaba a pensar que solo era un pobre diablo, lo que no significaba que pensara que los pobres diablos se debieran librar de la excomunión. Ella no sabía si estaría llorando allá arriba o gritando allá abajo, lo que ella esperaba con todas sus fuerzas es que no se estuviera riendo en cualquier parte, no tenía ninguna gracia lo que había venido haciendo el viejo incluso una vez cerrado el ataúd.
Ella recordaba amargamente lo que se decía del abuelo, del viejo, en las zonas familiares donde ella se movía, que era un maltratador, que pegaba a la abuela, que pegaba a la madre, y a la vez recordaba al abuelo entrañable de su infancia que venía a recogerle en coche, a ella y a su hermana pequeña, para llevarlas a la escuela porque vivían lejos y recién estrenada la jubilación el viejo no tenía otra rutina que llegar a la casa donde las pequeñas vivían, comprar el pan para el almuerzo y cuando las pequeñas bajaban, darles a escondidas de los padres, que siempre supieron lo que el viejo se traía entre manos, una bolsa de chuches para el almuerzo y con ellas agasajaran de paso al resto de compañeros de clase. Y aunque nadie lo supiera, en ese gesto, en ese estúpido gesto el viejo les estaba enseñando a amar, su horrible forma de amar, comprar a la gente. Después de las chuches los tres se metían en el coche y se dedicaban a cantar canciones viejas como el viejo hasta la misma puerta del colegio. Ese era, casi exclusivamente el recuerdo que de niña tenía ella de su abuelo. Solo de refilón recordaba unas navidades en las que el viejo se presentó borracho, tratando de fingir que no se había emborrachado porque sabía el encuentro con su exmujer en la mesa navideña, esa mujer que lo había dejado por los  golpes y muy seguramente por un afán de recuperar la adolescencia perdida que realmente nunca dejó atrás.
Y ahora el viejo se ha muerto, y ella lo quería, pero su amor no soportaba la crueldad del viejo con la gente que lo quería, por eso mismo un día ella tomó la férrea determinación de no volver a ver al viejo, de asumir si era necesario el no verlo morir, el no estar a su lado en las últimas horas de su vida. Ella no era orgullosa ni engreída, ni cruel tan siquiera, ella tomó aquella decisión sabiendo que en cualquier momento podría deshacerla, que podría llamar a la puerta del viejo y que el viejo haría como si nada, no exigiría un perdón para él ni mucho menos él regalaría un perdón a nadie. Pero ella se equivocaba, y aún no sabía que le pillaría la muerte del viejo fuera del país. Ni las horas finales las pasaron juntos, ni siquiera las horas vacías y muertas, sobretodo muertas, del tanatorio una vez el viejo se hubo muerto. Ella no vivió nada de eso. Cuando volvió a casa ya la vida había acabado y solo quedaban las cenizas grises por repartir, en el más extravagante de los lugares, pues el viejo pidió que se derramaran sus restos en uno de los paseos más famosos de la ciudad, el lugar donde la mayor parte de su vida se dedicó a estar, vagando sin rumbo con su soledad merecida y demandada, sobretodo demandada.
Por esto mismo ella solo tenía el recuerdo del último día en que lo vio, el día en que sin motivo ni razón el viejo decidió quedarse una vez más solo y echó a la familia de casa, les dejó sin lugar para dormir, ni dinero para comer, ni cariño que regalar. Eran navidades y la familia huyó de aquel viejo cruel, de aquel viejo que solo quería estar solo porque no sabía querer a nadie, porque exigía amor a golpes, a golpe de brazo, a golpe de billetera, pero solo a golpes. Este fue el último día en que ella vio deliberadamente al viejo, lo volvió a ver, de lejos y en su paseo de todos los días por aquella calle de la ciudad. Dos días antes de la muerte del viejo ella lo vio, y poco después tomó el avión que la llevó lejos, a las montañas afiladas que le traerían la noticia de su muerte.
Al principio solo sintió rabia, y lo hizo culpable de todo, y seguramente lo era pero ella no estaba segura, ni siquiera necesitaba estarlo. Luego estuvo triste y sintió la tristeza y la soledad de estar sola con el vacío que había dejado el muerto, la tristeza fue lo más dulce de la muerte, porque a su regreso ya el muerto estaba enterrado y las luchas por su dinero no había hecho más que empezar.
Había quien peleaba por dinero, había quien peleaba por honor pero todos peleaban. En la batalla trataron de erigirse como vencedores los que se consideraban más nobles, se autodenominaban "familiares" del viejo, "los que de verdad lo querían", "los que estuvieron con él hasta el final", eso les llenaba de orgullo, eso les hinchaba el hígado hasta casi hacérselo explotar como a ocas para foie. "Los que estuvieron con él hasta el final..." pensaba ella, ni que hubiera sido Jesucristo y hubiese necesitado fieles que lo acompañaran en su pasión. Más bien necesitó a gente a la que engañar y mentir, y transformarse en la víctima de la expulsión familiar, actuar y maldecir a quienes le habían limpiado los calzoncillos como esclavos en su casa, esos esclavos que según el viejo le habían llegado a apuntar con una pistola, y le pegaban. Se dedicó a decir en sus últimos años por el vecindario que él era víctima de las constantes agresiones y amenazas que su familia le dirigía. Era evidente el deseo de justificar la expulsión, lo sorprendente es que hubo gente que consiguió creerle y maldecir a su vez a aquellos que sufrieron el no saber amar del viejo.
Ella misma fue objeto de críticas por parte de otros, diciendo que no tenía ningún derecho a heredar nada porque había dejado al viejo de lado, que le había dado igual que se muriera, incluso hubo muchos que se negaron a darle el pésame. La verdadera víctima del entierro no fue el viejo, fueron aquellos esclavos que consiguieron salvar su pellejo y ahora mendigaban algo para comer. Para comer. Necesitaban dientes, necesitaban ojos, necesitaban un techo, un suelo, un puto váter donde cagar. Necesitaban todo eso  que el abuelo les negó en vida y ahora las ocas trataban de arrebatarles en muerte. Ocas y esclavos peleando en un sin fin en el que los abogados llegaban traje con chanclas, muy profesionales desde arriba pero en cuanto les mirabas por abajo veías sus verdaderas intenciones, atrapar algo de dinero y darse un viaje a el Caribe a costa de todos ellos.

Ella miraba todo desde la barrera, la guerra aún no había terminado, ella sabía quién iba a ganar, sabía que afortunadamente no iban a ganar las ocas, sabía que tristemente y muy a su pesar no iban a ganar los esclavos. Todo el mundo peleaba por el número de la caja fuerte pues el viejo era tan rata que ni a los bancos quiso acercarse jamás. Ella sabía cuál era, él se lo contó exclusivamente cuando aún eran abuelo y nieta y fingían con fuerza que lo eran. Ella, mucho tiempo después de aquella confesión teclearía el código que el viejo se había empeñado en que fuera realmente difícil de recordar, que solo fuera posible abrir la caja a través de esa maldita confidencia que ahora significaba la muerte indigna de ocas y esclavos.  Ella se acercó esa noche a la caja fuerte, tecleó: 277444 44883355533 2 99992662446667774442 y lo último que se oyó decir en aquel lúgubre templo de desdichas en el que más tarde olería a gasolina ardiendo fue "Puto viejo, ya nunca tendrás que dejar de usar el antiguo teclado de tu teléfono móvil, espero que alguien mejor que yo, mejor que todos, decida si debes o no descansar en paz."

Los lobos son para los lobos (Aquí huele a zanahoria)

  
  Los gritos y las carcajadas de los dos oficiales apenas eran un eco lejano para los soldados borrachos, que se tambaleaban sobre las sillas cojas del desteñido bar Nikolayevich. El mayor Vyacheslaw tosió como un cerdo destripado al engullir otro vaso de la tercera botella de vodka de la noche, pero se recuperó enseguida dando golpetazos a la mesa mientras alcanzaba un puro arrugado y lo prendía con un elegante encendedor americano. Una sonrisa gorgoteante en un rostro sudoroso llegó tras disiparse la humareda al hombre frente a él, el teniente Petko Moròzov, que fumaba un cigarrillo y también bebía vodka. Escasas horas más tarde, los acongojados propietarios del Nikolayevich y algunos soldados ebrios y asustados relatarían los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en la taberna al viejo Volodia, un misterioso instrumento del gobierno que nadie podría haber asegurado si treinta años atrás era un prestigioso interrogador de la KGB o un torturador renegado para los vor v zakone.
  - ¡Aquí huele a zanahoria!- declararon que voceó el mayor justo antes de que un vaso cayera al suelo, y entonces Petko ya no sonrió más.
  - Tu madre es puta- replicó.
  Según parece, la siguiente en hablar fue la pistola Tokarev del teniente, aplastando con nueve gramos letales y veloces la nariz porcina del veterano Vyacheslaw. Antes de que unos cuantos soldados a los que el aullido metálico del arma y el gemido del mayor pillaron desprevenidos comenzaran a disparar en todas direcciones, lo que resultó en una docena de heridos y en muchos agujeros en las paredes del bar, Petko se las apañó para tumbar su mesa de una patada y escabullirse del caos, dejando atrás un cadáver uniformado y cristales rotos, en un charco de sangre y vodka. También tuvo tiempo de dejarse caer por el cuartel y llevarse medio millón de rublos. Ya empezaba a amanecer cuando, para alivio de los presentes, el temible Volodia se marchaba, pero antes un suboficial alcoholizado se atrevió a decirle que todo era un asunto de faldas, que sus dos superiores hablaban de una tal Anya o Klavdiya, pelirroja, antes de que se produjera el tiroteo. El viejo pensó en pegarle un tiro por decir dos nombres tan distintos, pero decidió marcharse simplemente, llevándose el paquete de cigarrillos franceses que el teniente había extraviado en su huida.
  No fue esta una huida prolongada. Poco después del mediodía Volodia y su chófer, un reptil joven llamado Boshko, ya lo habían rastreado. El teniente se encontraba recuperándose de la resaca en casa de un tío suyo, aún más viejo que Volodia, otro Moròzov veterano y condecorado, de historial empañado por algunas actitudes insubordinadas, herido y retirado cuando el Ejército Rojo todavía luchaba contra los alemanes. Su cuerpo se retorcía todavía sobre la silla de ruedas, ante la mirada curiosa de Boshko, mientras Volodia oprimía contra la suela de su zapato el último cigarro de Petko, tendido frente a él en pijama, las rodillas reventadas por dos disparos.
  - Hijo de puta- gruñó más con los ojos azules enrojecidos que con la boca ensangrentada, tratando de clavar su última mirada en el semblante de su cazador, al cual se interponía el cañón de una pistola Makarova. Hubo un destello y aquella cara, aquella expresión incandescente, se desinfló como un globo.
  Volodia le dijo a Boshko que cargara los quinientos mil rublos robados en el asiento de atrás, y el cadáver recién adquirido en el maletero, al tiempo que se guardaba la Tokarev que mató a Vyacheslaw en el bolsillo interior del abrigo. Condujeron poco más de doscientos kilómetros al noreste, en dirección contraria a donde quiera que Petko se dirigiese, parando tan solo a comprar tabaco. Volvía a ser de noche cuando aparcaron en una zona nevada y boscosa cercana a Novgorod. El más joven de los dos hombres arrastraba al teniente muerto con gesto de fastidio.
  - Llévalo por aquellos árboles y déjalo en cualquier parte- dijo Volodia encendiendo un cigarro.
  - ¡Menuda mierda! No sé por qué no podríamos haber dejado a este cabrón donde mató a Vyacheslaw, hay un cementerio para allí.
  - No para asesinos, los asesinos son por los lobos.
  - Venga ya Volodia- refunfuñó Boshko con media sonrisa-. Yo soy tan asesino como él, y tú todavía más.
  - A mí me enterrarán en el Novodévichi de San Petersburgo. A este borracho nadie le ordenó volarle la cabeza a su superior por enamorarse de una fulana pelirroja- concluyó el viejo, y escupió en dirección a lo que quedaba de Petko, aunque este ya estaba muy lejos.
  Cuando Boshko volvía sonriendo y sacudiéndose las manos, una precisión de francotirador partió en dos la columna del viejo Volodia, que blasfemando duras penas se arrastró para cubrirse junto a las puertas del coche, hacia donde ya reptaba su chófer. El disparo había venido de los árboles que tenían detrás, y rápidamente lo sucedieron otros que quebraron las ventanas traseras y picharon dos ruedas de aquel Volga GAZ-21, el que fue lo más similar a un ataúd para el teniente Petko.
  - ¡¿Qué coño ha sido eso?!
  - Coge el dinero del asiento de atrás y tíralo a la vista, a ver si ese nos deja en paz- el chófer obedeció ansiosamente.
  - ¿Ya está?
  - Asómate a ver- fue la última orden de Volodia. Segundos después lo que la cabeza de Boshko contenía se proyectó sobre la nieve.
  El viejo malherido se tomó un instante para masticarse la sangre, y entonces habló con la voz que le quedaba:
  - ¡Soldado de Primera Ivan Petkov Moròzov! ¡El hijo de puta desertor de un desertor hijo de puta! ¡Otro Moròzov de mierda! ¡Ven a por lo que has venido a buscar!
  - ¡He venido a por el cuerpo de mi padre!
  - ¡El cuerpo de un borracho putero de gatillo fácil! ¡Por eso has desertado! ¡Por eso te matarán! ¡Porque tu padre quiso ser un chuloputas!
  - ¡Cállate viejo! ¡Tira las armas y te dejaré morir tranquilo! ¡Con suerte te enterrarán en tu jodido cementerio sin mi cargador por toda la cara! ¡Te comerán los gusanos y no los lobos!
  - ¡Ven y haz lo que tengas que hacer!- vociferó Volodia lanzando su Makarova por encima del capó-. ¡De todas formas ya me has matado!
  - ¡La de tu compañero también!
  El hombre agachado junto al coche hizo lo que el hombre agachado entre la maleza le decía. Instantes después un joven de ojos azules iracundos que portaba un  fusil Dragunov pasó por su lado y le escupió sin detenerse. Caminó treinta metros frenéticamente, y se agachó junto al cadáver de su padre. Se lo llevó a los hombros con serenidad y volvió a caminar con lágrimas heladas en los ojos claros, mientras el asesino que había agonizando a veinte metros se llevaba angustiosamente el brazo al bolsillo interior de su abrigo ensangrentado. Cuando los dos estaban a diez metros, el Soldado de Primera y desertor  Ivan Petkov Moròzov cayó al suelo al no poder soportar más el peso del cadáver que cargaba, tras recibir nueve gramos en la garganta por parte de una pistola familiar. El que sostenía aquella Tokarev vio las miradas frías  y azules del padre y el hijo, uno encima del otro. Volvió a rebuscar en el interior de su abrigo, pero el tabaco flotaba en líquido rojo. Con todas las fuerzas que le restaban trató de alcanzar un cigarrillo de la chaqueta de su chofer, pero no fue capaz, no pudo moverse de cintura para abajo. Lanzó una maldición y disparó sus balas póstumas, las del teniente Petko, sobre los dos Moròzov muertos. Luego, el viejo Volodia sintió el frio calarle la herida y la vida. Cerró los ojos y esperó a los lobos.


Fragancias extintas (Aquí huele a zanahoria).

Évora reajustó con sumo cuidado el ambientador de pino del retrovisor, el cual oscilaba casi tan agitado como su propio corazón. Podría haberse pensado que durante el trayecto ambos habían acordado sincronizar sus dispares movimientos. Desgraciadamente, no servía para el corazón el mismo método que para el ambientador de pino; no podría por mucho que quisiese mermar su velocidad con la suave punta de sus dedos. Consternada tras varios intentos en vano, apagó el motor y se escurrió de su asiento al asfalto del párking. Y digo 'escurrió' porque apenas eran capaces de sostenerla sus trémulas piernas. Cerró torpemente el coche e hizo todo lo posible por incorporarse. Se estiró cuan larga era, alzó el pecho (algo sonrojado de haber probado a oprimirlo con las manos para ralentizar su pulso sin éxito), y se dirigió un poco menos descompuesta hacia el ascensor que la conduciría a su objetivo. Las metalizadas puertas del artefacto se retiraron hacia sendos lados revelando en su interior la presencia de la última persona que Évora deseaba encontrar en aquel instante. Intercambiaron miradas asesinas y compartieron un denso y sofocante silencio hasta que el elevador hubo llegado a su destino: la sección de perfumería de El Corte Inglés. Évora y su archienemiga indiscutible avanzaron a trompicones por las escurridizas y refulgentes baldosas del centro comercial, esquivando casi por inercia a los demás clientes, tan alienados como ellas, levitando más que andando, movidas por ningún otro sentido más que el del olfato. Una vez delante del puesto de perfumes más exclusivo de toda la planta no pudieron evitar corear al unísono, cautivadas: "¡Aquí huele a zanahoria!" Y, en efecto, así era. Desde que fue arrebatada del seno de la tierra la última hortaliza, alejada de su raíz la postrera fruta y desvanecido el grano de cereal definitivo los humanos no habían logrado volver a producir alimentos como aquellos. Lo mismo había ocurrido con algunas especies de peces y muchas otras razas iban también camino de la desaparición. Ninguna condición físico-química favorecía su conservación, nada en el planeta parecía tener las más mínima intención de colaborar en la pervivencia de sus criaturas. Que el universo se derramaba por el desagüe de la Creación era ya un hecho que a nadie conmovía. Los recursos naturales se agotaban, sí, pero todavía les quedaban sus fragancias. Évora y su adversaria, tras disputarse durante horas la potestad de una colonia de col que finalmente se quedó un señor con olor a puerro, tuvieron que conformarse con un par de frascos de extracto de pepino. Por los altavoces una voz artificial anunció que el centro cerraría sus puertas en escasos minutos. Cabizbajas y sigilosas volvieron a sus respectivos automóviles con la leve sospecha de estar respirando el gélido aroma de la muerte.

A LAS 5 O A LAS 6 (AQUÍ HUELE A ZANAHORIA)

Eran las 6 cuando la casa se llenó de todo ese olor. Samuel dice que eran las 5 y probablemente él tenga razón porque se conoce esta historia mejor que yo. Pero me acuerdo de mirar el reloj del salón, ¿sabes cuál te digo? el que es muy grande y que cuando entras a casa atrae toda tu atención. Bueno, pues lo miré y marcaban las 6. Me acuerdo perfectamente aunque Samuel siga diciendo que eran las 5. Recuerdo que cuando se acabaron las notas que marcaba la hora de ese reloj, el olor ya estaba por todas partes. Yo sabía que nos acabaría echando de allí pero nadie me escuchaba, estaban todos demasiado ocupados pensado en cómo sacarlo de la casa. Pero para eso ya era tarde. Sólo Samuel me miraba con cara de entender lo que estaba pasando, sus ojos me decían que teníamos que salir del salón como fuera, porque ahora nosotros éramos los intrusos, los que estábamos donde no teníamos que estar. Aunque eso tampoco tiene demasiado sentido ¿verdad?
La abuela no paraba de repetir que el olor venía de muy lejos, que había traído consigo lo malo porque olía a zanahorias, y que eso era algo horrible que se tenía que sacar de la casa. “Aquí huele a zanahorias” gritaba una y otra vez, sentada en el sofá y sin soltar ni un solo momento la copa de champán que siempre iba con ella. Mientras lo decía no paraba de mirar a Samuel, lo cierto es que todos los hacían. Recuerdo también que yo le grité a la abuela, le dije cosas terribles pero no me siento mal. No puedo sentirme mal porque era todo verdad. Samuel, en cambio, no dejaba de mirarme a mí pero yo no quería mirarlo a él. Me sentía capaz de controlar la situación hasta cierto punto y sabía que si lo miraba dos cosas podrían pasar, que supiera que íbamos a ganar o darme cuenta de que estábamos perdidos. Porque eso era lo que hacían los ojos de Samuel, ya os lo dirá él cuando le veáis, le encanta contarlo siempre. Sus ojos son ojos predictivos, todo lo que Samuel no enseña con los gestos es capaz de decirlo con la mirada y se cumple. Es un rasgo común de la familia porque nunca se ha hablado ni se ha sentido, por eso mi abuelo solía decir que el primer lugar donde se queda la pena es en la cara y, mirándome a mi, añadía: “como en tus ojos, niña”. Al final acabé mirándolo, claro, pero eso fue cuando el Otro ya se había quitado el cinturón y para ese momento Samuel ya no miraba a nadie, ya daba igual que oliera o no zanahorias aunque sí lo hiciera, porque lo hacía. Miraba el cinturón y sonreía de una forma extraña que no me gustaba nada. No era normal en él sonreír así, no era humano sonreír así, parecía peligroso, mucho más que el cinturón del Otro; y eso que el cinturón daba mucho miedo.
Yo quería hacer algo, de verdad, pero solo me salía gritar muy fuerte para que el Otro no levantara la mano con el cinturón, aunque eso no fuera a servir para nada. Mis piernas no se movían y yo sabía que era el olor, el olor que flotaba que no dejaba moverme, que quería que dejara solo a Samuel. Hubo un momento en que Ella se lanzó sobre el Otro para pararlo y Samuel y yo, que lo hemos hablado muchas veces, sabemos que lo hizo para intentar parar todo lo que había hecho durante mucho tiempo, pero el cinturón pesaba más y Ella acabó llevándose el primer golpe. La abuela se reía. Fue entonces cuando vi a Samuel venir hacia mi, aún con esa sonrisa, y cogerme del brazo. Recuerdo que el segundo golpe casi nos tumba pero Samuel aguantó bien. Las piernas me fallaron totalmente y me tuvo que coger en brazos, justo cuando el olor se hacía más fuerte. Tendríamos que preguntarle a él porque yo empecé a ver luces por todas partes y pensé que iba a desmayarme pero creo que seguí gritándole a la abuela que se callara. Samuel, Samuel es quién se sabe esta historia mejor que yo.
Al final salimos de la casa y nos metimos en su coche. La dejamos a Ella allí pero porque ninguno de los dos se atrevió a volver y lo cierto es que es algo que no me perdonaré nunca, aunque Ella no me culpe. Ahora era Samuel quien temblaba con las manos al volante y el Otro nos miraba desde la puerta de la casa con esos ojos que tenía él, de perro callejero y de cazador furtivo, ojos de color amarillo. Volví a gritar algo. Samuel me ha dicho en varias ocasiones que no paraba de decir que jamás volvería a probar las zanahorias y dice que se acuerda porque eso le hizo gracia; pero yo no recuerdo haber dicho eso. Samuel consiguió hacer toda la maniobra y salimos de allí. No hemos vuelto nunca, la verdad, porque es muy probable ya no estén, que ya no haya nadie. Tampoco queremos hacerlo porque, en el fondo, estamos seguros de que olor aún sigue ahí, esperando a que mi abuela lo eche de casa. 
 

Escritos al despertar contigo (Aquí huele a zanahoria).

«¡Y esta es mi contribución al Reto BETA de Poesía! Y tras oír esa frase, apagaste el ordenador. No sé exactamente por qué te malhumoró, pero se percibía. Te empezabas a dar cuenta de que Talía andaba siempre ocupadísima y no hacía caso de nada, Euterpe había sucumbido a los placeres y había dejado de lado totalmente su faceta productiva y Calíope… ¡Para qué hablar de ella! Las musas habían muerto, ahora las producciones artísticas no eran producto de la inspiración, sino retos.

-¿Reto Beta de Poesía? -te preguntabas-. ¿Es que ahora solo nos movemos por retos? Si nos retan bien, seremos grandes arte-sanos, pero si no nos retan, descanso, no hay arte.

Bien sabido era que siempre habías sido muy clásica y te molestaba que mezclasen el arte y las musas con los retos, “¡y lo único que queda de ellas es la letra beta! ¿Por qué Beta? ¿Eso es todo lo que se merecen?”. Yo me limitaba a mirarte, porque cualquiera se atreve a defender algo cuando estás recién levantada. En realidad, me gustaba escuchar lo que decías, porque en parte llevabas mucha razón.

-¡Como el otro día! ¡En el Consejo! Me contaron que un grupo de compañeros de allí se habían propuesto redactar unos artículos para un blog con una frase de estas normales que se le ocurren a un cualquiera todos los días… ¡Hasta cuando estás en el baño!

-¡Vaya, sí! ¡Qué tontería! -aporté yo, para que no pensaras que no te estaba escuchando.

-Tú no lo entiendes -concluiste tan tajante como siempre.

-Cariño, no sé como decirte que me gustaría tener algún día un despertar romántico junto a ti y no uno de divagaciones estéticas, que de esos ya tenemos muchos. Pero no lo digo a malas, ¿eh? -aclaré yo, siempre temeroso de que volvamos a discutir-. Tú siempre tienes razón en estos temas.

La verdad es que yo soy un estúpido ignorante, pero si no te discuto nada no es por eso, si yo tengo hasta opiniones, es porque tú eres el amor de mi vida y yo no sabría qué hacer en este mundo si tú no permanecieses a mi lado un solo instante, diseñando mi destino con cada latir profundo de tu corazón. Tú sí que eres mi musa, desde luego que lo eres.

-¡Aquí huele a zanahoria! -exclamaste para mi sobresalto con ese don tan tuyo de romper la magia del amor a la primera de cambio-. ¡Ya lo creo que huele a zanahoria! Esto está todo podrido, ni hay arte, ni hay artistas.

-Tampoco te pongas así, cielito mío.

La realidad es que me pone de los nervios que utilices esa expresión (pero yo te quiero mucho, ¿eh, mi amor?), porque me recuerda a cuando te conocí, que salías con aquel tipo feo de medicina. Cuando la medicina se mezcla con la filología resultan construcciones así de raras. Que algo huela a zanahoria tiene que ver un poco con etimología y otro con medicina. Parece ser que zanahoria proviene de aza-horia, que no significa otra cosa que ‘piel amarilla’ y cuando mi amada salía con aquel pseudomédico sin futuro aprendía cosas tan útiles como que cuando alguien tiene una enfermedad hepática se le pone la piel amarilla. Y a esta flor mía le gusta transpolar aquello que está podrido al ámbito de la medicina humana, de modo que cuando algo está podrido, lo más probable es que sea un problema de depuración interna, es decir, algún problema en el hígado.

-Es que tengo razón, todo el mundo lo sabe, el arte está podrido, ya no existe la creatividad. Ahora nos limitamos a aceptar retos: nos dicen una frase de terceros para incluirla en un texto, introducimos un narrador de esos extrañísimos en segunda persona… ¡Si hombre, y qué más!

-Yo ya sé que siempre tienes razón, mi corazón -intentaba consolarte-. Y perdóname esa rima, no pretendía…

-¡Y encima te burlas de mí! ¡Eres un cretino! -te enfadst rápidn¡eb-. ¿Queestas escriibuendo? ¡Damw rse pape… »