Tres relatos del hombre del gabán (1)

El día en que lo iban a matar, el perro marrón despertó, como siempre, en Madrid, a eso de las 5.30 de la mañana.  No parecía presagiar nada malo –ni nada bueno-. Era un perro poco intuitivo. Andaba sosteniéndose en cuatro varas de hueso, balanceándose graciosamente con la lengua fuera cuando apretaba el paso. Comió de un cubo de basura lo que pudo y lo chupó todo, y tras el frugal banquete se tumbó a descansar, siguiendo la costumbre nacional. Tal vez estuvo pensando en cómo organizarse la tarde o en esas historias que se cuentan –pero que él no creía- sobre las siete vidas de un gato o el rabo perdido del perro de San Roque. O Quizás se preguntaba acerca del destino y esas cosas, ¿dónde irán a parar nuestros huesos? Aunque esta última suposición me parece casi tan descabellada como las anteriores. No debía estar pensando en nada, porque cuando vio asomarse a las puertas de su callejón a la perrita de Sara, una vecina del barrio, se abalanzó a olerle el culo, que es como hacen los perros para romper el hielo. Después se echó otra siestecilla, esta vez por vicio, y al despertar se encontró solo en el callejón. No se olió nada –parece ser- cuando escuchó como otro perro se desgañitaba en aullidos y arrancaba en una carrera al infinito. Tampoco sospechó cuando vio venir hacia él una figura desde las sombras que poco a poco tomaba la forma de un hombre, las manos en los bolsillos de un gabán. Lo que difícilmente se explica es que el perro marrón ni se inmutó cuando aquel hombre, ya frente a él, sacó del bolsillo izquierdo de su gabán una navaja –de Albacete, como poco, aunque bien podría hablarse de hierro toledano por el tamaño de la hoja- y se acercó con evidentes intenciones. Evidentes para el resto, pensaría el perro, porque para mí…. Claro que seguramente advirtió el peligro entonces, la bota de aquel hombre en su cuello lo asía al suelo y de su cuerpo horadado manaba la sangre que calaba la tierra. Imagino que el perro marrón echaba en falta un .38 Smith and Wesson del especial, con que ajustarle las cuentas a aquel hombre silencioso e impertinente.

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