Tres relatos del hombre del gabán (2)

El hombre del gabán observa a un gato pardo mientras este clava su pupila verde en su pupila.
-¿Qué es el silencio?- le pregunta.
A lo que el gato pardo no responde porque al fin y al cabo es un gato, y los gatos no hablan. Pero aquel, las manos en el bolsillo de su gabán, sigue interrogándolo.
-¿Podríamos definirlo como la ausencia de sonido, te parece?
-¡Miau!
-¿Es eso posible en este mundo?
El gato inclina la cabeza hacia un lado, quizás por aquello de que si no se entiende una cosa lo mejor es mirarla desde otro punto de vista.
-¿Te puedo llamar Don Fabrizio? Así llamo a todos los gatos. Es una larga historia.
-Pues bien – (pausa dramática)- Don Fabrizio, yo creo que no es posible. El silencio es un imposible, solo hay uno en vida y es el de la muerte. O, si lo prefieres, solo hay uno verdadero.
Al punto el gato pardo, más extrañado que de costumbre y llevado por la curiosidad –o sabe dios por qué- se decide a acompañar al hombre del gabán cuando este empieza a andar.
De momento solo es un camino de tierra a las afueras de Madrid. Pero al torcer a la izquierda, al final del camino divisan un muro tras el cual se esconde una iglesia y un pequeño bosque de pinos. Es de suponer que el gato apenas llega a ver el muro y tal vez alguna copa sobresaliente.
El gato pardo tiene andares de príncipe y la mirada del que añora el pasado. Desearía ser joven otra vez y que las gatas suspirasen a su paso, y sin embargo le cuesta poco estirarse en el suelo y alcanzar de un salto el muro. El hombre del gabán le sigue y, menos diestro en la acrobacia, trepa el muro con evidentes esfuerzos. La piedra es lisa y maciza y le lleva más de un intento lograr su objetivo. Una vez dentro, advierten que a unos doscientos metros, en la parte del muro que correspondería al oeste, hay un gran portón de hierro, abierto para más seña.
-¿Quizás no hubiese sido necesario saltar el muro, no te parece?
El gato pardo inclina de nuevo la cabeza, como diciendo: “a mi tanto me da”.
El edificio es pobre en general, de aspecto sólido y sillares bien dispuestos, pero nada lo distingue de un caserón desnudo de piedra y chato, si acaso una cruz en la frente. Entre los pinos serpentea un camino que va del portón a la puerta de entrada a la iglesia. De esta última puerta sale una monja. El hombre del gabán observa desde detrás de un tronco y trata de pasar desapercibido adoptando el espíritu estático y sempiterno de aquel árbol rollizo que, de poder, prevendría al pobre idiota sobre la resina.
La monja saca un cigarrillo de su hábito, lo enciende y chupa ávidamente de aquel cilindro desmedrado. Por unos segundos se deja envolver por el humo, después lo aparta con la mano y se aleja. Empieza a caminar sin rumbo. Cualquiera diría que se encuentra perdida en su propia casa.
Solo entonces el hombre del gabán, liberada su mano izquierda de la endiablada resina, se acerca a la monja. Como es natural, ella se sorprende ante esta aparición.
-Hermana, hablemos –le dice, mientras señala con el brazo un banco de piedra junto a una fuente muy hermosa, cubierta de musgo en la base.
De momento apaga el cigarrillo en el suelo y guarda la colilla en el bolsillo. Parece indecisa.
-Por favor, se lo ruego.
Lejos de amedrentarse, siente curiosidad por las intenciones del extraño sujeto que tiene ante sí, al que además acompaña un gato. Tal vez esto último la acaba de convencer. Accede. Juntos se dirigen al banco de piedra.
-Sor María ¿verdad?
La monja asiente.
-¡Vaya casualidad! Justo la estaba buscando a usted ¿no le parece una casualidad?
En su rostro se puede leer un interrogante, algo así como: “¿le conozco?”
-No se angustie, sé de su voto de silencio.
A medida que avanza el monólogo, Sor María se siente un poco más relajada, aunque todavía no entiende que es lo que quiere ese hombre de ella. Él continúa hablando y sin embargo ha dejado de escucharse. Su voz se vuelve más fría por momentos. El gato pardo se teme lo peor y busca refugio en la rama de un árbol cercano.
Sor María grita por primera vez en 32 años, un gemido seco y rígido que asoma por una gruta olvidada. Después se abandona a la muerte y tiñe el banco de sangre. “Como que ahora es más denso” piensa el hombre del gabán mientras extrae el cuchillo del cuello y seca su frente.

Desde su atalaya, el gato pardo observa como aquel se aleja de la escena de crimen. Se apresura a seguirlo.

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