MARES DE ESPUMA


El sol despuntaba a barlovento, relucía la cubierta del navío con manchas resecas de sangre herrumbrosa que tatuaban el roble. No había llovido, pero la madera estaba húmeda. Apoyado en la popa del barco, el capitán Jack Rackham, hacía repaso de toda una vida en alta mar, sus ojos se perdían en la espuma de las olas que rompían en las islas cercanas. Estaba cansado, su nombre le pesaba cada vez más en la espalda y sus ojeras se ennegrecían a cada giro de timón. No obstante, es el mar lo que me mantiene vivo -se reafirmaba internamente Jack-, aquí renacen mis cicatrices, muero y vivo en este eterno cuento. En estas cavilaciones andaba cuando, de pronto, a su espalda se escucharon las bisagras de su cámara y se cercioró de su destino al ver salir al único tesoro que no fue necesario obtener por medio de la piratería, Anne Bonny, que contaba con la fuerza de cuatro de los hombres a bordo y con la delicadeza y ternura de los que pueden retener la infancia en las manos. Como un desdoblamiento de su sombra, la seguía Mary Read, la segunda mujer abordo última incorporación a la tripulación y a las sábanas del capitán.

Acodado ahora de espaldas al mar, Jack observaba el entusiasmo con que las mujeres disponían el nuevo día, atando cabos, enarbolando la Jelly Roger y haciéndose con el dominio del ingobernable navío. El resto de la tripulación también se encaraba al nuevo día, con una jarra de ron en la izquierda y una mano de cartas sospechosamente válida a la derecha. Esto sí son piratas que han visto el poco lucro que da el sacrificio -pensó Jack-, sabiendo, no obstante, que el barco continuaba virando gracias a las dos camaradas. Su único requisito era que nadie tocara el timón, si alguien lo hacía correría la suerte de su alfanje. Como repetía constantemente, el rumbo nos lo eligen.

Vestido el horizonte como un lechoso mosaico, opaco, y espirados por un cálido soplido, acabaron recalando en Dry Harbour Bay perteneciente a la jurisdicción jamaicana. Unido Jack al juego y el alcohol, enfrentándose con los camaradas que no entendían de jerarquías ni cargos cuando portaban los naipes desgastados por el salitre. Anne y Mary, recostadas en el Mayor intentaban ubicarse en un mapa enigmático, preguntándose cuál podría ser el ejército que les atacaría en caso de entrar en combate. No contaron con las noticias que circulan en tierra firme, el gobernador Lawes había armado a unos hombres comandados por el cazador de piratas, Jonathan Barnet, que apareció en la bruma como un espejismo tras del barco de bandera negra. La eslora del navío de Barnet contaba con un casco muy fino, aparentemente quebradizo pero sorprendentemente veloz; en apenas un instante cortaba el contorno de la embarcación de Rackham.

Las carcajadas de Rackham y sus secuaces fueron sepultadas por un grito de Anne Bonny al divisar las blancas velas que avanzaban en su dirección. El silencio se apoderó de la cubierta, todos dirigían su mirada al capitán en busca de una orden, él se limitó a contemplar con ojos anodinos su jarra vacía. Vas a dejar que me deshidrate con tanta agua alrededor -le dijo a uno de los muchachos que servían el ron-, vaciemos nuestra bodega antes de que esos desgraciados nos la arrebaten de las manos. Los hombres no se sorprendieron de la decisión, la acataron conformes, exhaustos y borrachos. Anne y Mary no se creían lo que veían, los piratas más buscados de las costas jamaicanas rendidos antes de entrar en batalla. Cobardes y beodos -dijo Anne- no merecéis la sombra de nuestra bandera. Jack la miró y vio en ella un reducto de lo que él fue tiempo atrás cuando se rebeló a su capitán Charles Vane. Mientras Anne los injuriaba, Mary sacó del depósito un espontón, cuatro pistolas con munición suficiente y sus respectivos alfanjes.


Ante la ausente resistencia de los piratas, y pensando que se habían rendido, el barco asaltante se situó en paralelo para abarloar. Mary Read fue la primera en disparar accionando la chispa de su pistola y acertando en el pecho de uno de los asaltantes, de pronto un aluvión de balas cayó sobre el barco de Rackham. Ambas se cubrieron tras la gruesa madera, Anne notó que la mano de su compañera se posaba en su pierna. Se fijó en el torso de Mary perforado por la pólvora, le miró a los ojos y supo que era inútil cualquier tipo de ayuda. No temas -le dijo- esto está a punto de acabar, tranquila, ya sabes que siempre duele un poco, intenta descansar, ya está terminando, las yemas de los dedos se le están arrugando.

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